Muchas leyendas habían embrujado la mansión de Lornacchia desde que su propietaria original, la señora Palmer, falleciera. Se decía que la propia casa no dejaría que nadie más viniera a reclamarla en propiedad, porque se mantenía fiel al espíritu de su dueña, y que para protegerse invocaba vientos y lluvias que aumentaban el nivel del embalse que la rodeaba, para ahogar a los incautos cuya destreza con las barcas no igualase a la de la vieja señora Theresa.

Sin embargo, eso cambió el día que el señor Bedimundo Sneikos llegó con su pequeña barca de remos, atravesó el embalse y se plantó delante del porche de la mansión. No hizo nada, en un principio; no intentó entrar forzando la puerta, ni rompiendo una de las ventanas de la planta baja. Solo se quedó allí, sentado, mirando la fachada del inmueble. Cuenta la leyenda que lo que hizo, durante más de un día con su noche, fue charlar con la mansión. Hablar con ella, para intentar convencerla por las buenas de que así no podía estar. De que necesitaba un dueño que la mimase y la cuidase y que la limpiara de las heces de las ratas y los murciélagos y otras alimañas que construían ahí sus guaridas. Las inclemencias del tiempo también tenían un coste en suciedad, y el señor Bedimundo se ofreció a encargarse de arreglar todas esas molestias a cambio de que la casa le dejara ser su nuevo inquilino.

Para sorpresa de todos, empezando por los que cuentan estas historias, la mansión aceptó el trato.
Eso pasó hace veinte años. A lo largo de ese tiempo fue fundada una nueva dinastía, la de los Sneikos, cuyo primer hijo sufrió una muerte por accidente mientras pescaba en el embalse. El oscuro suceso marcó para siempre la vida de los que allí vivían, y la gente del pueblo cercano se apiadó de ellos y les quiso hacer llegar sus condolencias. El día del funeral del joven Ekualistos coincidió con el que debió de haber sido su décimo séptimo cumpleaños. Pero estaba claro que allí dentro, en los ahora tristes pasillos y salones de Lornacchia, nadie tenía ánimo para celebraciones.

El patriarca, Bedimundo, tomó una decisión que sorprendió a muchos: legaría la mansión con todo su contenido a quien resultara vencedor de un concurso que estaba a punto de proponer. ¿En qué consistía tal concurso? Fácil: podía presentarse quien quisiera, independientemente de su estatus o su condición social. La prueba a superar sería ver quién traía el regalo más original, bonito y asombroso para conmemorar el recuerdo del joven Ekualistos. Es decir, que quien trajese el mejor presente en el día de su cumpleaños y se lo ofreciera al féretro donde dormía su cadáver, se convertiría en el nuevo dueño legal de la mansión.

Tal ofrecimiento, por supuesto, llegó a oídos de gente muy poderosa y muy peculiar, y de otra gente no tan poderosa, pero sí igual de peculiar. Uno de ellos fue el afamado piloto de carreras Heiki Mäkelä, el finlandés que tanto salía por la tele ganando carreras de Fórmula 1. Le había echado el ojo a la mansión hacía tiempo, y la deseaba como solo se puede desear las propiedades inmobiliarias que sabes que le pertenecen a otro, y que jamás estarán a tu alcance. Pero se había abierto esta diminuta posibilidad, y pensaba aprovecharla. Se puso a investigar a ver qué clase de regalo podía llevarle al difunto Ekualistos, que hiciera las delicias de su padre —quien, al fin y al cabo, sería el juez que fallaría a su favor o en contra—. Las flores quedaban descartadas, igual que cualquier otro tipo de regalo mundano y habitual. Para esto se necesitaba algo realmente especial, y tras sondear a fondo en la historia de la familia, lo encontró.

Resulta que Ekualistos Sneikos tenía un novio, aunque este no era un hombre, sino un vehículo, y no tenía piernas sino cuatro ruedas. Era un coche, un Alfa Romeo al que solo le faltaba una R en el segundo nombre para adquirir el aroma de una planta antioxidante. Una máquina de precisión que Ekualistos había comprado en una subasta y que resultó ser mucho más de lo que parecía a simple vista. Era una pieza de orfebrería que, tras ascender a las franjas de las velocidades peligrosas para la vida, gatear por ellas y salir indemne, retrocedía hasta sentarse a descansar en su propio baño caliente de muelles. Lloraba reflejos solares por sus dientes cromados y atrapaba las masas de aire en las partes de su capó donde no había aerodinámica, se las metía dentro y las transmutaba mediante una rara alquimia en algo parecido al empuje, al vigor de la aceleración, a la energía de la adolescencia. Fue en el vientre de aquella bestia metálica donde el hijo de Bedimundo perdió la virginidad, donde cometió sus primeras infracciones del código de circulación, donde se sintió hombre y omnipotente por primera vez… y donde acabó encontrando la muerte por ahogamiento cuando el coche patinó en una alfombra de moho que el pantano había tendido sobre la carretera, y se fue al fondo del embalse con conductor, sueños de gloria y todo lo demás. Una pena que la bandera a cuadros que marcó el final de aquella historia fuese un ajedrez en jaque mate.

La cosa es que Heiki le siguió el rastro al coche, de cementerio de coches usados en cementerio, hasta que lo encontró y pudo comprarlo a bajo precio. Le faltaban un montón de piezas que otros conductores habían canibalizado de él para reparar sus propios vehículos, pero podía seguir rodando si se le llenaba el tanque. Y eso fue lo que hizo su nuevo dueño. El plan: aparecer por la fiesta de despedida del malogrado heredero al volante de aquel coche, y darlo en ofrenda a la familia para que, si lo deseaban, lo enterraran también. No sería la primera ni la última vez que un mausoleo de un panteón familiar tenía perfil de Alfa Romeo.

Por supuesto, la competencia sería dura, porque a oídos del piloto de carreras, mientras iba haciendo las gestiones, llegaron rumores de quién más se presentaría al concurso. Una rival difícil sería Élizeth Cagliostra, una empresaria del mundo del cine que se había retirado de Hollywood para fundar una secta donde sus miembros no tenían nombre ni rostro. Se vestían igual, actuaban igual y renunciaban a cualquier identidad propia. Era la secta de los Personajes Secundarios Totalmente Aleatorios, y su credo defendía que en realidad vivimos en una película existencialista irreal donde no hay protagonistas, sino que todas las personas son personajes secundarios, e intercambiables unas por otras. Una pena.

Otro de los rivales era el köshaku —una especie de marqués, pero según el sistema nobiliario japonés— Jomei Keitaro, un tipo bastante siniestro aunque rico, que vivía en una pagoda gigante cercana a donde se levantaba la mansión de Lornacchia, y que se decía que practicaba la magia negra en sus ratos libres. Vamos, como quien dice que se pone a jugar a videojuegos, no más. Las malas lenguas afirmaban que él mismo era un vampiro, y que tenía la mala costumbre de morder a los repartidores de leche que acudían a su casa demasiado temprano por la mañana… lo cual llevó a que estos, tras una astuta reunión sindical, tomaran la decisión unánime de dejar la pagoda como último lugar de entrega en la lista diaria, y solo pasar por allí cuando el sol estuviese bien alto en el cielo. Eso eliminó los ataques a los repartidores, pero provocó que en la hacienda de los Keitaro siempre se desayunara tarde.

Así pues, el día señalado para la ceremonia de despedida del joven, se presentaron en la mansión bastantes aspirantes al concurso. Bedimundo y sus mayordomos estuvieron muy ocupados registrando quién era quién, y de qué modo pretendía agasajar a su fallecido vástago. El noventa por ciento de la gente quedó eliminada en la primera ronda, por ser poco creativa. La mayoría optó por los tópicos y le trajeron canciones, coronas de flores, regalos bien empaquetados, e incluso bombones y vituallas exóticas para hacer más llevadero el luto. Cuando apareció Élizeth Cagliostra, todos contuvieron el aliento al ver que llegaba montada en un elefante indio con una barda repujada en oro y diamantes, con los colmillos rematados en pompones y una antena de televisión saliéndole del rabo. El animal en sí, con toda la parafernalia que llevaba encima, valía un auténtico pastizal, porque había sido amaestrado para bailar el charlestón en versión cuadrúpeda, saltar por encima de vallas y resolver cuentas simples hasta la tabla del ocho. Todo un portento. Pero a Bedimundo aquello no le pareció correcto como regalo para un muerto, porque ¿de qué le iba a servir ahora el tener una calculadora de los precios de la compra elefantiásica? Su puntuación fue un miserable 4, un suspenso.

Luego le tocó el turno a Heiki, que entró conduciendo el Alfa Romeo dentro del salón donde estaban los invitados y el féretro, para sorpresa y susto de muchos. El patriarca se encolerizó al principio, porque no entendía qué clase de loco aparcaría allí dentro, en precioso salón Luis XVI, su coche, en vez de llevarlo al garaje. Pero entonces reconoció la matrícula, aquella matrícula tan concreta, y su rostro cambió. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y se dejó caer en su asiento con los hombros abatidos. Reconoció el ataúd con ruedas que se había llevado a su primogénito, y decidió darle a Heiki el primer premio por haber sido tan osado y a la vez, tan sensible.

Pero entonces apareció por allí una sombra siniestra de ojos rasgados, el köshaku Jomei Keitaro. Todos se apartaron con temor al verlo, pues realmente su cuerpo despedía un aura de tenebrismo y gelidez como pocos seres vivos (¿vivos, seguro?) de este mundo podían conseguir. Y le dijo al señor Bedimundo Sneikos:

—Creo que yo he traído el mejor regalo de todos, así que me merezco el premio.

—¿Por qué lo cree así? Ya he tomado mi decisión —arguyó el aludido, sin ganas de seguir discutiendo en aquella triste velada—. Además, ¿qué hay más cercano a mi hijo que el coche que fue en parte responsable de su muerte?
El vampiro, si es que era tal, sonrió de un modo excesivamente inquietante —tanto que, dicen, agrió todo el vino del salón, incluyendo el ponche—, y susurró:

—Esa pregunta tiene fácil respuesta. Os traigo… a vuestro hijo.

Y fue entonces cuando todo el mundo gritó y se desmayó y chilló de terror y de perversa fascinación, porque la tapa del ataúd se abrió y el cadáver de Ekualistos se levantó, le robó el teléfono móvil a su padre y dijo:

—¡Hola, papá, veo que me has traído el coche! ¡Vámonos a dar una vuelta juntos!

Antes de sufrir el infarto, Bedimundo fue encuadrado por la cámara de aquel móvil, pues su hijo se estaba haciendo un selfie con él.