Ficha del personaje

 

Heiki Mäkelä nació en Oulu, Finlandia, en 1995. A los cuatro años se subió por primera vez a un kart de entretenimiento y le gustó tanto que siempre pedía volver al circuito. Cada domingo de Fórmula 1 veían en familia a sus ídolos: primero a Mika Häkkinen y después a Kimi Raikkonen. Con cinco años le regalaron su primer casco y con siete empezó a competir en campeonatos, que ganaba con mucha frecuencia y a niños con más experiencia. Su padre lo llevaba por todo el país para que no se perdiera ni una carrera. A los trece lo ficharon en la Ferrari Driver Academy y lo formaron para convertirse en un piloto profesional. Desde entonces, el objetivo siempre fue llegar a la Fórmula 1 y ser campeón del mundo. A la edad de diecisiete años, Heiki había ganado la Fórmula Ford, y había quedado segundo en la Fórmula Renault, la Fórmula 3 Euroseries y la Fórmula Renaul Winter Series de Reino Unido.

Las malas decisiones de su representante lo llevaron a ser piloto de pruebas del equipo DAMS de GP2, donde no tuvo prácticamente oportunidades para lucirse y apenas llegó a subirse al coche en dos años. Para cuando cambió de equipo, a los veinte años, ya era demasiado tarde. Cada año llegaban nuevos pilotos más jóvenes, con mejor palmarés e incluso con más experiencia. Tuvo que dedicarse a hacer exhibiciones, carreras arriesgadas y comenzó a dar saltos por categorías americanas como la IndyCar que nada tenían que ver con su sueño, más basadas en el riesgo y el espectáculo que en el talento. Un año incluso compitió en el Dakar, pero no terminó de encajar en ningún lugar ni consiguió quedar en buenas posiciones. Después de haber estado fuera del automobilismo durante cuatro años y haber pasado por una depresión severa le ofrecieron un puesto como comentarista deportivo en su país gracias a que habían hecho director de la cadena a un amigo de su padre.


Relato


EL SUEÑO DE MI VIDA

En mi mundo hay que saber aprovechar las oportunidades. La mía llegó cuando el piloto titular del equipo, Yaki Kato, tuvo un accidente en la sesión de clasificación en GP2. Cogiendo el exterior de la curva tres tocó la puzolana al haber girado una o dos décimas de segundo más tarde de lo que debía. Perdió el control y una vez entras en la grava ya no puedes salir. El muro no estaba demasiado cerca, pero aun así el impacto fue durísimo. Con las medidas de seguridad que hay en nuestros días no le pasó nada. Hace treinta años hubiera fallecido en el acto. Sin embargo, aún hoy, los médicos consideraron que tras sufrir veintiún g de fuerza era mejor descansar al menos un día, lo que dejaría un asiento libre en la carrera y yo sería su reemplazo. A pesar de mis logros en categorías inferiores, durante esa temporada solo había participado en entrenamientos para hacer la puesta a punto del coche. Me habían contratado para ganar experiencia, o eso me dijo mi representante. No entendía cómo se podía ganar experiencia si apenas podía competir. Nada de eso importaba ya porque al día siguiente tendría la oportunidad que ansiaba desde hacía meses. O desde que era niño. Si lo hiciera bien difícilmente quitarían a Yaki como titular para ponerme a mí, aunque sí que podía servir para promocionar para la temporada siguiente o incluso para que me llamaran de otro equipo de GP2. El objetivo, por supuesto, era ganar el mundial de Fórmula 1. Era lo que siempre había soñado desde que tengo uso de razón. Aquella oportunidad me podía acercar un poco más a cumplirlo.

Mucha gente no es consciente de que los pilotos nos sabemos los circuitos de memoria. Tenemos puntos de frenada y de giro que van cambiando según las condiciones de la pista y del coche. Cuando llegamos a un nuevo trazado debemos trabajar en el simulador para aprenderlo y, una vez salimos al asfalto, hacemos el último reconocimiento. Según el viento, la temperatura y hasta el ángulo de los alerones, toda la conducción cambia. Así que salir a una carrera sin haber pilotado antes ni una vuelta completa es una locura. Por si fuera poco, saldría en último lugar porque, obviamente, no pude estar en la clasificación. Lo tenía todo en contra.

Pude rodar unos cuantos kilómetros durante el tiempo de formación para ponerme a tono, aunque el objetivo era calentar los neumáticos y los frenos para que, en las primeras curvas, el coche se comportara correctamente. Mi única ventaja era que sería el último coche en colocarme en la parrilla, así que mientras los primeros ya habían perdido la temperatura óptima, yo no.

Acabado el recorrido, coloqué el coche en las líneas de salida y noté cómo el corazón me latía con muchísima fuerza. El semáforo no se veía bien desde tan lejos. Antes de ser piloto de pruebas estaba acostumbrado a estar entre los cinco primeros y todo era mucho más claro. La última no era mi posición habitual. Tenía que salir justo cuando se apagaran las cinco luces rojas que se iban encendiendo de una en una. Ni una décima antes ni una décima después. En cuanto se prendió la segunda, dejé de notar la respiración en mi pecho y pisé el acelerador ligeramente, aunque estaba en punto muerto. En la tercera, apreté las manos en el volante y coloqué los dedos para poner la primera marcha. Las dos restantes ni las recuerdo. En cuanto se apagaron, apreté tanto el índice de mi mano derecha como el pie correspondiente con todas mis fuerzas, como si eso pudiera servir de algo. Los primeros metros supe que había traccionado muy bien y, antes de la primera curva, había ganado tres posiciones. Fantástico.

Hasta que me di cuenta de que debía de frenar mucho antes. Estaba acostumbrado a salir en mejores posiciones y los puntos de referencia son más claros. Con tanto tráfico debí de pisar antes el pedal izquierdo y ya era tarde. Lo hice demasiado a fondo. Bloqueé las dos ruedas delanteras y no pude girar para evitar la colisión. Cuatro coches, incluido el mío, quedaron inutilizados en esa primera curva. Por suerte, nadie salió herido. No volví a pilotar esa temporada.

A mis cuarenta años, soy comentarista deportivo en una cadena de televisión local finlandesa. Jamás tuve la oportunidad de pilotar un Fórmula 1.