El restaurante Plus Ultra estaba lleno de clientes al crepúsculo. Cuando llegamos, el coche oficial nos dejó cerca de la puerta. Los escoltas aseguraron que estaba todo en orden. Sin embargo, Patrick Pimienta, el mote que le coloreaba el pelirrojo de su pelo, el dueño del negocio acudió alborotado a la entrada y antes de que pisáramos la alfombra que daba la bienvenida al local, cerró la puerta como una bofetada. Entonces se pudo ver con nitidez un cartel manuscrito con rotulador rojo: PROHIBIDO LA ENTRADA A LOS POLÍTICOS. El Presidente se quedó desconcertado. Ni siquiera, los escoltas pudieron reaccionar. El presidente buscó mi atención, activé el móvil para consultar la situación con los asesores del gabinete. El derecho de admisión tenía limitaciones legales para evitar discriminaciones, pero llegar a la conclusión de que el Presidente era objeto de un acto discriminatorio por un empresario local, podía ser una situación peligrosa para sus bajos índices de popularidad.

Nunca he logrado entender cómo aparecen los periodistas en momentos como aquel. Sólo era una cena informal en la visita oficial por aquella región. Cuando logré contactar con la Asesoría, ya tenían la imagen de la perplejidad presidencial frente a aquel cartel. Enseguida tuve acceso en el móvil a las noticias que se emitían de este asunto. La crisis arruinó a las cofradías de pescadores del río Anders unos meses antes. Este cocinero de pescado era uno de los más valorados, casi tanto como Thomas, el dueño de la taberna más antigua de Meriday, con su local tradicional sin grandes sofisticaciones y con precios populares. Se la incluía en las rutas gastronómicas de Irlanda y sus recetas ya figuraban en todos los tratados culinarios del país. Patrick Pimienta aprendió aquellos sabores de una abuela ribereña que le abrió una niñez de acantilados y orillas, por eso, cualquier personalidad que se acercaba a la zona acudía a aquella cocina para tragar un rato de río, por lo que no era extraño, encontrar allí, entre pescadores y amas de casa, al dueño de un imperio textil o a un cantante de moda.

Pero Patrick Pimienta un día se enfadó. Los barcos fluviales murieron y con ellos, la digestión del pueblo, sin que nadie lo impidiera. Los políticos tenían otros planes: turismo en serie y transportes que se desviaban de aquella ruta. La única industria artesanal del río languideció. Él no podía cambiar las cosas, pero decidió no dejar pasar a su local a los que podían haber impedido esto. La televisión retransmitía en directo en aquel momento. Introdujimos al Presidente en el vehículo oficial para alejarnos de allí. Aquello convirtió a Patrick Pimienta en el nuevo héroe de todas la causas. En las entrevistas concedidas explicaba que en su local no entraría ningún político. Sólo lo lograría el que resolviera algún problema de los ciudadanos y lo demostrara. Añadió que el Presidente de la nación tendría pocas posibilidades porque era el campeón de las estadísticas de manifestaciones y protestas de todos lo tiempos. Esos titulares hicieron un daño inmenso a nuestra campaña. Tampoco logramos detectar una cifra positiva de su gestión que publicar a tiempo. Algún político había vuelto a aquel restaurante ribereño en un nuevo intento de entrar, pero el ridículo era mayor cuando la puerta volvía a cerrarse. Pronto se convirtió en un desafío celebrado por el público, que era informado por las unidades móviles de los medios de comunicación instaladas en el exterior del local. Las informaciones se extendieron como un olor por las redes digitales y llegaron a los confines del planeta. Un alud de enviados especiales se alojaron en las pocas pensiones del Meriday. Patrick Pimienta tuvo que surtir a sus clientes con los calderos grandes de su abuela, rescatados de la buhardilla. Los pescadores volvieron a vender capturas para calmar esta cantidad de hambre y los turistas de hechos insólitos fueron visitantes inesperados coleccionando cualquier recuerdo de la zona.

Los políticos estaban aturdidos por esta situación inquietante. Se intentaban pasar por aquella puerta, sufrían el bochorno de no lograrlo y, si no lo hacían, les mojaba la cobardía. Ambas posturas eran mal digeridas por los ciudadanos. Patrick Pimienta se convirtió, sin buscarlo, en un oráculo sobre los gestores del país. Ninguno se atrevió a denunciar aquel vidrioso derecho de admisión para no agravar su impopularidad, que se resbalaba por abismos más profundos a medida que se publicaban los índices moribundos de la economía. Fueron unas semanas nefastas. Mi profesionalidad como experto en imagen era discutida en las facultades de ciencias políticas. Solo pude respirar un poco cuando los datos pararon su caída. Empezamos a presentar estos resultados cono esperanzadores. La población extenuada por las malas noticias nos dio un punto en las cifras de popularidad. Era necesario volver al restaurante y pasar aquella puerta, pero Patrick Pimienta era un individuo intratable. No accedió ni siquiera a una reunión para acordar una cena con todas las garantías. Tampoco admitió la oferta de una subvención a fondo perdido para sus deudas. Nuestros partidarios fueron organizados. Les empezamos a instalar en la localidad para arropar al Presidente cuando llegara al restaurante. La presión social que estábamos preparando se impondría a la testarudez del cocinero. Cuando llegamos aquella noche, todos los medios estaban en marcha: pancartas de apoyo, consignas y los medios de retransmisiones concertadas. Todo iba según lo previsto, la puerta estaba abierta, el Presidente avanzaba con determinación bajo el relampagueo de las cámaras, pero al rozar la alfombra de bienvenida, se oscureció el comedor y se apagó el luminoso del Plus Ultra. Patrick Pimienta salió y cerró la puerta con unas llaves. Entonces colgó un cartel nuevo: NEGOCIO CERRADO.

La perplejidad del Presidente volvió a ser retransmitida y la avalancha de periodistas produjo una tempestad de micrófonos sobre Patrick. Cocinero y Presidente se miraron más allá de los ojos. Y entonces, aquel hombre encendió el último fuego:
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–Usted solo piensa en esta puerta, pero ya no volverá a abrirse. Me voy. Yo sé que puedo hacer comida. Ahora usted no tendrá excusas para pensar qué es lo que sabe hacer.