Ficha del objeto


 

El Alfa Romeo siempre estuvo bien cuidado. Su carrocería roja jamás tuvo una mácula, y si algo caía sobre ella, unas manos amorosas la frotaban con amor para dejarla impoluta. Su capota negra de lona, blanco perfecto para palomas y gaviotas, lucía tan oscura que parecía que no había pasado el tiempo sobre ella. La tapicería de piel jamás había sido vejada por unos pies pequeños ni nada que pudiese suponer una afrenta a su pulcritud. El volante brillaba con orgullo, el salpicadero siempre estaba libre de polvo y hasta las alfombrillas parecían haber sido pasadas por lavandería.

El Alfa era el gran amor de un hombre que no supo querer a nadie más. O quizá a su mujer. Pero su coche siempre fue su prioridad.

Lo heredó de su padre. Las ruedas del Alfa acompañaron a su progenitor en toda su juventud, recorriendo las polvorientas carreteras de Castilla, los caminos llenos de musgo de Galicia, el asfalto caliente de Madrid y las radiantes islas, todas ellas, con sus montes y valles incluidos. El Alfa había sido testigo de muchas transacciones comerciales, de cenas que se alargaban hasta la madrugada, de perfumes baratos y risas ahogadas, y había dormido en parkings de hoteles de carretera donde poca gente se atrevería a pisar. Había sido fiel a su dueño, sirviéndolo bien, y cuando finalmente su conductor se retiró, el Alfa también pensó que tendría derecho a un descanso.

Pero entonces llegó el hijo, y aunque no le exigía hacer muchos kilómetros, sí pasaba mucho tiempo en su compañía. Siempre iba solo, muy pocas veces sentó a sus dos hijos en el sillón de atrás, y si lo hacía, les ordenaba con voz seca que no se moviesen porque si no, los tiraba a la carretera. A veces traía a su mujer, una morena enjuta con cara de cansada, a la que hacía reír al hablarle de una forma tierna. La morena se sentaba con las piernas juntas, sin querer rozar demasiado el coche, y eso molestaba al Alfa.

El hombre le dedicaba todo su tiempo libre, y de vez en cuando lo sacaba a algún rally de clásicos. Vestía a la morena de época y hacía el paripé de hombre sonriente que disfrutaba de la vida. Pero el Alfa conocía sus miserias y cada vez se sentía más triste, más cansado. Odiaba el tacto del cuerpo del hombre sobre sus pedales, su capó y sus puertas, y deseaba poder irse ya al cementerio de coches, donde hacía tiempo que sentía que pertenecía.

Relato



MALDITO ALFA

Había ido postergando aquel momento durante semanas. Todo en él luchaba por no tener que afrontarlo, pero sabía que tendría que hacerlo tarde o temprano. Su padre había muerto y debía finiquitar todos los flecos sueltos de su herencia, incluido este. El que más temía y odiaba.

Probablemente cualquiera que supiese de la aversión que tenía hacia aquel coche, le habría tachado de loco. «Es solo un coche viejo», le decía su mujer, intentando quitarle importancia. Él ni contestaba. Ella no lo entendía, no había conocido a su padre, por lo menos no de verdad. No sabía que en, su familia, el maldito coche siempre había sido la prioridad. Más que los niños, incluso más que la madre. Hizo una mueca: quizá ella sí había podido competir con la carrocería roja del Alfa Romeo, esa que el padre acariciaba con veneración. Sí, quizá lo hubiese hecho en algún momento. Pero al final, siempre ganaba aquella cosa de cuatro ruedas.

Fue hasta el garaje donde su padre lo tuvo guardado hasta el día de su muerte, mientras sentía que los pies le pesaban una tonelada. Retiró el impoluto forro con dedos nerviosos, deseando estúpidamente que, de pronto, el coche no estuviese. Pero no hubo suerte: allí se encontraba, apestando a infancia perdida y a resquemor. Todo estaba igual: la capota de lona que tantas veces deseó destrozar para que, por una vez, su padre se fijase en él; la pintura carmesí cuyos arañazos fueron curados con más cuidado que cualquier pupa de sus rodillas; la tapicería de piel, sin mácula, en la que había podido sentarse en muy pocas ocasiones, y todas ellas muerto del miedo porque los puños de su padre estaban demasiado cerca y dolían demasiado; y el prístino volante, la palanca de cambios que siempre tuvo ganas de empuñar…

Una antigua rabia le invadió y abrió la puerta del coche. Iba a demostrarle a su padre que aquello ya no era cosa suya, que él también podía hacerse con el poder del coche, que había roto ese pacto en exclusiva que parecía tener con el viejo vehículo. Se sentó y el motor arrancó con pocas ganas, sin duda sabiendo que aquellas manos no le iban a tratar como el anterior dueño. Sin embargo, en algún momento se sometió y comenzó a ronronear, contento de poder salir de nuevo a la carretera.

El hombre pisó el acelerador y sacó el coche del garaje sin demasiado cuidado. Tomó la ruta que le llevaba hacia un monte de pinar cercano, sin tener muy claro su destino final. No quería pensar, solo conducir y dominar de una vez aquella bestia sin alma.

Entonces fue cuando lo comenzó a notar: cómo la canción del motor le empezaba a embelesar los sentidos, cómo la suavidad del volante se le comenzó a asemejar a la piel de una mujer, la extraña calma que le invadía mientras iba devorando kilómetros… Era una especie de hechizo, como si el Alfa crease una atmósfera mágica donde nada más importaba sino el hombre, el coche y la carretera.

Esa especie de aturdimiento le llevó hasta el borde de un acantilado, donde paró casi por instinto. Quitó las manos del volante y miró a su alrededor: no se había dado cuenta de que había llegado hasta allí. Sacudió la cabeza, consternado, y algo parecido a un escalofrío reptó por su espalda. ¿Era eso lo que le había pasado a su padre? ¿Podía él, un hombre racional, creer que en aquel coche había algo que embrujaba a quien lo condujese?

Se bajó del coche a trompicones y miró el coche. Relucía como una joya bajo el sol del ocaso. Y ahí fue cuando supo qué tenía que hacer. La puesta de sol se tiñó de un naranja aún más fulgurante y cálido, mientras el hombre se limpiaba las manos de gasolina y echaba a andar por la carretera hacia abajo, con el corazón tan liviano como si hubiera vuelto a nacer. No miró atrás y cuando le preguntaron por el Alfa, dijo que lo había llevado al desguace. Nunca le contó a nadie el final apoteósico de aquella cosa que no le había dejado vivir en paz hasta el momento en el que prendió la cerilla, esa que llevaba guardando desde hacía años en el bolsillo de sus pantalones.