Ficha del lugar


 

Meriday es un pueblo en Irlanda. Es un pueblo pequeño, en el que todo el mundo se conoce y en el que un extranjero llama enseguida la atención. Hace bastante frío casi todo el año, y llueve a menudo, cosa que por otro lado, aunque agrie un tanto el carácter de sus lugareños, es bueno para la cosecha. Y por lo tanto, bueno para el pueblo que vive en su mayor parte de la agricultura. 

El pueblo tiene un alto índice de pelirrojos. Y de bebedores de cerveza. También de leyendas. Como la que cuenta que hay una llave mágica en algún lugar del castillo en ruinas que está en las afueras, muy cerca del bosque. Pero a nadie le apetece demasiado buscarla, porque dicen que los bosques están infestados de Leprechauns, esos duendes con muy mala baba. 

«Los leprechauns hibernan en invierno bajo tierra y aparecen en verano», suele decir Thomas, el dueño de la taberna más antigua de Meriday —El trébol verde— que está en la plaza mayor del pueblo. «Por eso es más peligroso ir al bosque en verano. En esa época puedes escuchar sus martillos de zapateros entre los árboles. Y a veces incluso verlos». Thomas afirma a todo aquel que quiera escucharlo que él ha visto unos cuantos, pero que son imposibles de atrapar. 

Meriday es muy bonito, con sus casas de campo de colores sobre las que reina el campanario de la iglesia de St. Munrose. Está también muy cerca del río Anders, alrededor de cuya ribera están los mejores pubs. Así que la gente de Meriday no suele marcharse de allí. En Meriday, se nace, se vive y, si alguien toma la inusual decisión de emigrar, vuelve al pueblo a morir o a descansar eternamente al lado de río Anders. 

La gente de Meriday tiene buen fondo. A pesar del aire gélido que hace que a veces duelan las articulaciones de las manos y de las rodillas. Cuando un extranjero llega a Meriday, la impresión es la de hallarse en un lugar olvidado por el tiempo, como si allí se acabara la tierra. 

Alana, la viuda del viejo George, que vive sola en una casa con olor agrio al final del pueblo, dice siempre que es que el fin del mundo es ese. Que el resto, se lo inventa el Gobierno. Pero Alana habla sola y está un poco loca, así que nadie le hace demasiado caso. 

«Nadie me escucha porque escucha su mal», suele decir. Y en sus labios esas palabras tienen un eco inquietante. Como si fueran veneno. 

Pero salvo por eso, la paz cubre habitualmente el pueblo de Meriday. Hasta ahora. 

 

Relato


 

COLORES

Refugiada de la tormenta bajo el viejo roble, Alana mira hacia arriba e intenta buscar un rayo de luz en la inmensidad gris del cielo. Cuanto más escudriña, más se da cuenta de que no hay luces, de que es monocolor, como el papel de cartas que tenía su madre cuando era pequeña. Un papel insípido para cartas insípidas. 

Y eso le recuerda a George. Al momento en el que todo se fue al garete y el mundo se tiñó de gris. Al principio, cuando empezaron, era divertido. Y había seguido siendo divertido durante diez años. Salían con amigos y con los integrantes del club de bolos, hasta que uno de ellos se rió de algo que él había dicho. Una risa inocente sobre algo estúpido. Algo sobre los leprechauns, que George se tomaba tan en serio. Y él no quiso volver. 

Poco a poco, fue cerrando puertas al color. Y se había quedado en casa, rechazando al mundo. Hasta que una mañana, Alana levantó la vista, lo miró y se dio cuenta de que ya no era divertido estar juntos. Que no había nada entre ellos. Ni pasión, ni risas, ni color. Nada. 

Así que hizo las maletas y se fue a vivir sola. Y empezó a salir con Estrella, a reír de nuevo, a ser de nuevo ella misma. Hasta la semana pasada, cuando apareció George. Lleno de furia, de toda la pasión que antes le había faltado. Rojo. La empujó a un lado y mientras ella recuperaba el aliento, le clavó a Estrella —que estaba haciendo la cena— un cuchillo en el corazón. 

Ese corazón que latía por ella. 

Y ahora, mientras cae la lluvia, los ve bajar el ataúd. El esposo de Estrella y sus dos hijos van detrás. Alana querría decir «lo siento», pero todo lo que puede pensar es que debería hacer calor y el cielo tendría que estar azul. Porque Estrella era luz. 

Mientras ellos se marchan, siente un tirón en la muñeca. El policía a su lado le dice que es hora de irse. Se despide del marido de Estrella con un gesto de la cabeza. La justicia no entiende de colores pero tiene muchos matices de gris. Alana tiene que presentarse al juicio por matar al asesino de su mujer.