Soy la princesa Tohotaua, y estoy atrapada en los trazos de un dibujo. Soy de la Tierra de los Hombres y estoy maldita por el dios montaña Matahenua. Me abandonaron los protectores Tiki cuando mi esposo permitió que el blanco me robara el alma con la caja de luz, esa caja de luz que ustedes llaman cámara. Así atrapó mi espíritu y vi en un espejo que no brilla mi cara y mi cuerpo como los veía en el agua quieta del lago de lluvia. Mi esposo sabía que los blancos robaban las almas con esas cajas, pero él quería los collares y los aros de cobre. Era su vahine y me traicionó. Ni siguiera me atraparon con el fondo de las montañas verdes y las palmeras azules tras de mí. Solo el color del barro era mi nueva piel. Sentada en una silla de la casa del blanco, con mi abanico de linaje en la mano y mi haku blanco con tela de árbol batido, mostraba la distinción polinesia de mis padres. Encerrada en aquel espejo me llevaron hasta la isla de Hiva-oa, dónde el pintor me compró por una de sus monedas. Ya había oído hablar de él en las voces de las piraguas, el francés Gauguin de la colina que también tenía su vahine niña. La vi atrapada en los tatuajes de colores de las telas colgadas de su cabaña, y también vi su cuerpo sin alma cocinando carne de coco. Era horrible verla separada, caminaba como un cuerpo de madera por los caminos y su alma colgada en las telas de las paredes. Nos observamos derrotadas desde nuestro lienzos rígidos, atrapadas solo por ser miel de los pensamientos de la noche.

Llegué a la mesa de la sala y durante varios soles fui derramándome en una tela. Aquel pintor fue manchando el tejido con palos de mechones, pinceles de distintas gorduras que se mojaban en colores y resbalaban por el paño. Fui apareciendo como un Tiki de sándalo. Capas de pigmentos con el color del mar nublado y del banano, de la tarde seca y de la hierba del norte. Apareció mi cabello con el tono del cangrejo topu del acantilado y del hibisco rojo, mi piel se acarició de mostaza y de guayabo. El francés me despojó del del vestido hasta la cintura y lo tejió con el tono de la leche de coco. Sentí el pincel, uno pequeño, chiquito, mojado en mis pechos que los despertaron erizados bajo su cosquilleo frío. Él me miraba como solo miran ellos, untuoso como el óleo que me creaba, de reojo, sin permiso, ignorando mi melancolía, palpándome con colores de sombras. Así permanezco desde entonces en el vacío, desgajada de mi isla en el oleaje de los tiempos, de museo en museo bajo las rejas de las miradas.