Las hojas del otoño planean en el parque hasta caer o remontar el vuelo como minúsculos
aeroplanos. Y envueltos en la brisa se cuelan algunos versos de Las hojas muertas de Jacques
Prévert. Me pregunto si ha llegado la hora de tomar el rastrillo y apartar todos aquellos sueños
que se secaron. Limpiar mi mente de recuerdos caducos y dejar de esperar lo que ni siquiera
sé que está por llegar. El mundo no termina porque la librería Ágora cierre y me enfrente a la
incertidumbre de encontrar un nuevo empleo, al presupuesto sin viajes, teatros y conciertos.
Cincuenta años no es nada que diría un tango entrado en décadas.

—¿Te importa que me siente?

Me molesta que me interrumpan cuando observo la naturaleza y mis pensamientos buscan
horizontes a los que arribar.

—No —. Miento, pero el banco es público.

—La tarde tiene ese color tornasolado rojizo y ocre que tanto me gusta. Algo fría y húmeda,
pero llega el aroma a magnolia del jardín de la casa de enfrente. Es agradable ¿no te parece?
La desconocida tiene un libro entre las manos y albergo la esperanza de que lo abra cuanto
antes y se sumerge en su lectura.

—¿Te molesto?

—No.

—Aún no me acostumbro a vivir sola. Mis hijos hace tiempo que se fueron de casa y me
acabo de separar. Así que, a veces, no puedo evitar hablar con desconocidos.
Las dos estrenamos el mismo miedo. El que se siente cuando algo termina y comienzas a
transitar por tierra de nadie.

—Me llamo Amanda.

—Yo, Mara Esther —contesté con una cortesía desganada.

—Me encontré este libro a la entrada del parque. Debe ser de esos que alguien deja para
que otros lo lean. Pero, qué curioso, tiene las páginas en blanco.

—Quizá sea un cuaderno sin cuadrículas ni líneas —elucubro sin convicción.

Amanda se levanta, me sonríe, y deja el ejemplar.

—Quizá tú consigas ver lo que yo no alcanzo aún a leer.

Se aleja envuelta en un paño color musgo y castaña que flamea con la brisa. Por más que
intento descubrir una palabra impresa no lo consigo. Mejor, regreso a casa. Allí, tal vez, bajo
la luz de la lámpara pueda descubrir trazos de tinta.

Dejo el parque tarareando el Otoño de Vivaldi y un pensamiento acompasado me ilumina.
Si las páginas solo fueran papel en blanco, será el cuaderno en el que escriba mis primeros
versos. Esos que nunca me atreví a sentir.