Ficha del personaje

 

Amanda siempre fue una de las chicas más guapas de su pueblo, y con cincuenta y ocho años sigue conservando su belleza dulce y suave. Quizá es lo único que mantiene de su juventud, porque de aquella muchacha con grandes planes y muchas ganas de volar no queda demasiado. Nunca montó esa librería donde quería crear un lugar de creatividad y letras para animar el pequeño pueblo, nunca hizo aquel gran viaje lleno de aventuras que proyectó durante años, ni tampoco acabó escribiendo todas esas historias apasionadas que se le pasaban por la cabeza. No, lo sepultó todo bajo la conveniencia, la estandarización y el aburguesamiento.

Lo más próximo que estuvo a su sueño fue los años que trabajó en una imprenta de libros, pero esto también lo dejó cuando nació su cuarto hijo. Los otros tres también eran pequeños y en casa el lío era tal que Amanda decidió quedarse a cuidarlos. Y nunca volvió a trabajar.

Está casada con Javier, su novio desde que tenían dieciséis años. Se conocen desde niños, sus padres eran amigos, y fue en unas fiestas de pueblo cuando ambos dieron el paso que llevaban deseando mucho tiempo. A partir de ahí fueron inseparables, y protagonizaron una historia de amor que cumplió con todos los cánones: se casaron una vez terminaron sus estudios, y al año empezaron a tener hijos. Como familia priorizaron el trabajo de Javier, el cual siguió creciendo dentro de la fábrica donde trabajaba, y Amanda ocultó sus sueños bajo la realidad de una ama de casa que adoraba a sus hijos y que devoraba libros de madrugada.

Amanda es una mujer alegre, cantarina, con una palabra amable para todos y una sonrisa contagiosa. También es una gran organizadora, y sabe inventar los mejores cuentos del mundo. De hecho, la han invitado varias veces a hacer talleres de cuentos para bebés en la biblioteca municipal.

Adora a su marido, pero muy en el fondo reconoce que hace tiempo que no siente una conexión con él. Son grandes compañeros de piso, pero ya no viven la realidad de una pareja como lo hacían antes. Y no quiere pensarlo, porque si lo hace, ese problema se hace real, tangible, peligroso.

—Hola, amor —le saluda su marido todos los días cuando llega de trabajar. Últimamente eso le hace pensar mucho: ¿desde cuándo algo que se susurraba entre sábanas calientes se ha convertido en una palabra hueca?
Ahora el último de sus hijos se ha marchado de casa y se siente vacía. Sus padres fallecieron hace tiempo, el resto de su familia vive en la ciudad y la casa donde residen se le ha hecho enorme. No sabe qué hacer con sus horas, porque ya no las llena el tener que ocuparse de sus hijos.

Y, de pronto, siente que la vida le está pidiendo que tome decisiones.

 

Relato

 

OTRA VIDA

Desde que María, la última de mis cuatro hijos, decidió ir a probar sus alas en Madrid, la casa se me caía encima. Había sugerido a Javi que quizá se nos hacía grande, pero vi en su mirada un total rechazo a la idea, a pesar de que sus palabras no fueron tan categóricas.

—Piénsalo, amor, ahora podemos reconvertir alguno de los cuartos en un despacho, o en un cuarto de lectura. En lo que tú quieras.

Lo que en el fondo no quería era renunciar a su pequeño taller en el garaje, a las cervezas por la tarde en el jardín o a la sensación de que, si queríamos, podíamos volver a acoger a todos los polluelos en el nido.

Y yo me tragué las ganas de decirle que la que limpiaba era yo, la que ordenaba los armarios y sacaba temporadas de verano e invierno también era yo, y que ya no tenía treinta años y toda la energía del mundo. En cambio, me callé y me levanté sin decir nada. Así estaban las cosas desde hacía tiempo; parecíamos dos desconocidos que se trataban con paños calientes para no hacer explotar la situación.

Entre Javi y yo las cosas estaban templadas: ni frío ni calor. Habíamos vivido tantos años sostenidos por la vorágine de cuatro niños a los que llevar y traer que en algún momento dejamos de hablar de otra cosa que no fuera la familia. Dejamos de tocarnos con avaricia, de coquetear, de buscar momentos robados. Nosotros, Amanda y Javi, con toda la historia que llevábamos a cuestas, esa pareja que era ejemplo para todo el mundo.

Aquel día me levanté con algo burbujeándome en el cuerpo. No lo había sentido desde hacía años, pero en vez de asustarme me hizo sentirme fuerte. Me vestí prestando atención a lo que me ponía, atreviéndome con combinaciones que hacía tiempo que no usaba, y salí a la calle para ir a apuntarme en el curso de escritura creativa que se impartía en el centro social. Luego fui a la biblioteca a preguntar si podíamos repetir los cuentacuentos para bebés, y al recibir una respuesta positiva sentí una alegría que me hizo flotar. Comí en uno de los restaurantes nuevos del pueblo, de esos donde antes habría ido con Javi de cena romántica, y luego paseé hasta casa, soñando despierta con todo lo que había logrado solo en unas horas. Había despertado de la quietud, había reaccionado. Y eso era… volver a ser real.

Cuando Javi llegó a casa, no me encontró donde siempre. Escuché sus conocidas pisadas en la cocina hasta que llegó a la pequeña terraza. Levanté la vista al notarle apoyado en las puertas de cristal, y le observé como hacía tiempo que no lo hacía. Recorrí con la mirada su alta figura, el pecho ancho que tantas veces me había abrazado, las manos fuertes y bonitas que habían sostenido a nuestros hijos cuando nacieron, el pelo canoso que tan bien combinaba con su tez morena y la sonrisa tímida, y la mirada clara y franca. Esa que, de pronto, me estaba observando con una fijeza diferente, y que hizo que me sonrojase sin esperarlo.

Le vi acercarse y sentarse frente a mí en la hamaca. Nos miramos y el aire cambió de densidad: algo estaba volviendo, reajustándose, como las piezas de un puzle que se acoplan con facilidad y alegría. Cogí aire y entonces me puso un dedo sobre los labios

—Ahí sentada, con tu libro sobre el regazo, pareces la Amanda de quince años a la que regalé aquel ejemplar de «La historia interminable».

Fue como si hubiese pronunciado la clave secreta. Abrí la boca y entonces todo salió a borbotones. Hablé, hablé y hablé, sin dejarme nada atrás. Cómo me sentía, cómo quería volver a sentirme y qué cosas quería que pasasen en mi vida de ahí en adelante. Me escuchó con atención, desviando la vista alguna de las veces, pero al final, cuando terminé, se quedó callado.

Tenía la garganta seca y me faltaba el aire, pero lo que más necesitaba era oír su voz. Saber si me seguía en mi nueva aventura, o si en cambio no iba a modular su vida para acompañarme.

Entonces se levantó, y sus ojos fueron cálidos cuando me tendió la mano.

—¿Te apetece dar un paseo?

Ahora era él quien parecía el chico de quince años que me venía a buscar con cualquier excusa para poder darme la mano mientras paseábamos por las afueras del pueblo.

Y sonreí, llena de esperanza.