Amanda era los silencios, y los silencios eran Amanda.

En algún momento tenía que pasar, eso lo sabía. Desde que una tomaba la decisión de empezar a llenar los huecos existenciales de su vida con cosas, empezaba a darse cuenta de que no todos los objetos o las experiencias que había en el mundo servían para eso, para rellenar. La mayoría solo ocupaban sitio por la mera ley de la acumulación, pero a pesar de ocupar un sitio, no lo llenaban, que era otro concepto muy distinto, como se dio cuenta ella al poco de empezar a buscar. No es lo mismo ocupar que rellenar. Una cosa es inútil, mientras que la otra tiene sentido.

Cincuenta y ocho años, hijos ya encaminados, un marido que la seguía queriendo pero que era el epítome de lo anodino… Amanda no oyó caer la banderola a cuadros que marcaba el comienzo, y no el final, de su carrera personal por la vida. Simplemente, cuando se acordó de mirar, el semáforo ya estaba en verde. Y todos los demás coches ya habían salido. Mierda, pensó, voy a llegar la última en esta desquiciada carrera de ratas, donde nadie sabe dónde está la línea de meta y ni siquiera cuál es el premio. Solo se veían en la distancia los rastros de humo que dejaban los demás coches. Así que echó a correr, hacia cualquier dirección, haciendo cualquier cosa, eso le daba igual. Lo importante era tener bien justificada su vida, lo que había hecho hasta el momento, antes de que el siguiente círculo espantoso de velitas le cerrara el paso como una barricada, gritándole: «¡Apáganos, apáganos, apáganos!».

Una de las cosas de las que primero se dio cuenta era que la vida estaba llena de espacios vacíos, de huecos que no se llenaron con cosas o personas o eventos útiles en su día, y que se quedaron allí, esperando turno. Apuntados en una especie de eterna lista celestial. Apagar la octava velita de aquel cumpleaños infantil que se quedó encendida, decirle a su primer novio por qué, cuando cortaron, las cosas que se habían quedado sin decir dolían más que las que sí se dijeron, ver para qué demonios servía aquel extraño regalo de admisión a la sororidad de la universidad que tuvo que buscar por todo el campus, para que la aceptaran en el grupo, y que respondía al califragilístico nombre de «antiperplejista»…

Todo eso eran espacios vacíos. Y, como la naturaleza odia el vacío, y siempre quiere rellenarlo con algo —en esto, la naturaleza no se muestra muy exquisita, la verdad, y le da igual con qué—, ahora Amanda se encontraba a sí misma sintiendo ansiedad por hallar cosas, o más bien recuerdos, que tapasen esos huecos en el puzle de su vida. Pero no era una tarea fácil, y tampoco grata, como pronto descubrió.

Se pasó meses paseando por su ciudad buscando cosas con las que completar su wish list de elementos. Iba por la acera y, objeto curioso que veía en un escaparate, objeto del que preguntaba el precio para ver si se lo podía permitir, y objeto al que luego intentaba hacer encajar con sus recuerdos, para que rellenara ese espacio en su memoria. Por ejemplo, el antiperplejista. Nunca supo lo que era, ni para qué servía, sino que simplemente lo buscó por todo el maldito campus hasta dar con él —las muy zorras de la hermandad lo habían escondido dentro de la papelera de las compresas sucias—, y lo entregó cual Percival hallando con desgana el Santo Grial. Como estaba muy enfadada con aquellas tías, no les preguntó su utilidad, así que ese hueco se quedó para siempre sin rellenar. Se puso a buscar el nombre en todas las actualizaciones de la RAE que encontró, pero ninguna parecía saber lo que era aquello. Hasta que, un día, pasó por delante de una pequeña ventita —en el barrio la llamaban familiarmente la ventita de arriba—, y en el escaparate, entre latas de tomate y tarros de melocotón en almíbar, vio un libro infantil cuyo título rezaba:

SERIE «ENCUENTRA TU PROPIO ANTIPERPLEJISTA» (Pasa a la página 6)

En shock tras leer ese párrafo, y haciendo verdaderos esfuerzos por no desmayarse allí mismo de la impresión, Amanda entró en la ventita y miró a la dueña, una mujer diminuta que se medio escondía tras un mostrador ajado por las fregadas. Aquella tiendita era todo lo que se podía esperar de ella, y mucho más, porque parecía esconder cosas raras e inusuales en… ya se sabe, en ese escondite perfecto para cualquier cosa que es La Fila de Atrás de los estantes. Las cosas más buscadas y jamás encontradas por la humanidad estaban ocultas allí. Los restos cortados de la película Zapruder, que demostraban sin el menor asomo de duda quién mató a Kennedy, estaban en La Fila de Atrás, detrás de un bote de lentejas.

Todavía perpleja, Amanda le pidió a la señora si no le importaría que le dejara echar un vistazo al libro ese del escaparate. Ella se lo permitió, aunque le dijo que no estaba en venta. Era un simple adorno que había puesto ahí por si la sección del tomate frito, a la que la dueña se encaramaba usando un escabel, no bastaba para darle color al conjunto. Amanda dio gracias a los dioses para sus adentros por aquella respuesta, porque si la señora, que luego se enteró de que se llamaba Emilia, le hubiese dicho que no, habría saltado sobre ella con garras y colmillos como una Amanda de Bengala.

Lo cogió. Lo abrió. Lo leyó por detrás. Era uno de esos libritos infantiles cosidos al lomo, con ilustraciones y colores que parecían del año de la carraca. Pero encontró lo que llevaba décadas buscando. Pasó a la página 6. Allí, en un comentario al pie de uno de esos dibujos, el autor había escrito:

«Los antiperpléjicos son una secta de un futuro onirodemencial que se dedican a intentar “normalizar” el mundo caótico, dándole una semblanza de tranquilidad y coherencia. Ellos odian el caos y el surrealismo, y se han propuesto como cruzada personal en la vida el destruirlos a ambos, para que solo reine la Normalidad en el universo. Son enemigos acérrimos de la Sororidad Dadá. Los antiperpléjicos poseen unas bombas muy peligrosas, llamadas antiperplejistas de punto cero, que al activarse crean un campo que se expande destruyendo cualquier asomo de surrealismo en un radio de cincuenta metros. Es un arma extremadamente peligrosa en según qué universos se use».

…lo cual la dejó igual de perdida que antes, si no más. Pero bueno, al menos había logrado un hito, aquella tarde: había rellenado un hueco que llevaba vacío desde que tenía dieciocho años. Se iba a marchar muy contenta, prometiéndole a la señora pasar por allí a hacer sus compras diarias aunque no le cogiera de camino, cuando esta le dijo, con una sonrisa de esas cargadas de una sabiduría secreta:

—Estás rellenando espacios vacíos, ¿verdad, amiga mía? Y supongo que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que no es tan fácil como parece.

La cara de susto de Amanda no tuvo parangón. ¿Cómo era posible que la dichosa vieja le hubiese soltado esa frase y se hubiera quedado tan ancha, tan sonriente, tan hola-mírame-soy-un-jodido-misterio-fundamental-del-universo?

—¿Cómo sabe qué…?

—Porque uno de los vacíos está en tu mirada, tonta. Cualquiera que haya pasado por lo mismo que tú, por tu ordalía de mujer en la recta final, lo comprende.

Aquella frase era otro regalo, y Amanda se sonrojó al entender por qué. Siguió hablando con aquella mujer un buen rato más, sobre búsquedas, sobre soledades, sobre silencios. Y la principal lección que aprendió de ella fue que allí, en aquella pequeña ventita, estaban todas las respuestas. Todos los objetos que necesitaba, y no hacía falta revolver las estanterías para acceder a la siniestra Fila de Atrás. No. Estaban expuestos a simple vista.

¿Cómo era posible?, le preguntó. ¿Acaso aquella tienda era mágica? Pero no, allí no había más magia que la que traían consigo los clientes. Fue al mirar fijamente las alacenas colmadas de productos de lo más mundano, cuando ella se dio cuenta de dónde estaba el enigma, y dónde la solución. Porque, en efecto, aquella lata de judías se parecía al bote donde escondió la última velita de su cumple, cuando tenía ocho años, y si la buscaba, era posible que siguiera allí, esperando por ser soplada una vez más. Esperando volver a iluminar con alegría y sentido de la maravilla el día de una niña que, al convertirse en mujer, dejó de necesitar pequeñas llamitas para sentirse feliz. O aquella diana para dardos que colgaba de la pared, en cuyo mandala de círculos concéntricos un brujo de la tribu podía haber escondido las vueltas que dio la vida de Amanda cuando escogió trabajar en lugar de seguir estudiando, o cuando eligió ir a aquella fiesta a la que no le apetecía nada asistir, a la que la tuvieron que llevar a rastras, pero que la casualidad hizo que también fuera aquel chico guapo que se convirtió en su marido.

Las dos mujeres, contentas de haberse conocido, siguieron charlando un rato más. Haciéndose compañía incluso cuando ninguna de las dos decía nada. Porque Amanda era los silencios, y los silencios eran Amanda.