Llevaba unas horas tocando la guitarra y las yemas de los dedos me dolían, pero ya casi había conseguido que la canción sonara igual que en mi cabeza. Unos golpes secos en la puerta de mi cuarto me sobresaltaron. Carolina entró sin esperar a que le dijera que podía pasar.

—!Ey¡ ¿Qué haces? ¿Otra vez con la canción? Deberías despejarte un rato. Seguro que cuando vuelvas te sale de un tirón.

—No creo que el arte se haga de un tirón —refunfuñé.

—Hay muchas clases de arte —repuso ella—. He venido a buscarte para que veas lo que me han regalado. ¿Te vienes a mi casa?

Carolina era mi mejor amiga. En realidad, mi única amiga. Tenía una energía abrumadora y siempre que estaba conmigo me empujaba a seguirla en cualquiera de sus juegos. Cogí la funda de la guitarra para guardarla, aunque no me dio tiempo. Carolina me la quitó y la puso encima de la cama.

—Ya ordenas luego, Caos. Siempre tienes el cuarto desordenado, pero tu guitarra no la puedes dejar de cualquier manera ¿no?. Encima de la cama no le pasará nada. ¡Vamos! —Me cogió de la muñeca y me empujó hacia la puerta— ¿Podemos llevarnos algo de comer de tu casa? Mi madre no ha hecho la compra y tengo hambre.

Metí en una bolsa algo de chocolate, galletas y regaliz roja. Carolina ya había abierto la puerta de su casa, justo enfrente de nuestra puerta y movía un pie de manera nerviosa, gesto que yo identificaba como «date prisa».

Ya en su cuarto, mi amiga me enseñó un pequeño maletín de madera. Al abrirlo vi que tenía una serie de pinceles de diferente grosor. También contenía un bote con tinta negra.

—Son para hacer caligrafía asiática. Mi madre dice que me ayudará a relajarme. Ya he probado. Mira—. Carolina me enseñó algunos trazos en unos folios—. Seguro que a ti te sale mejor, pero no me quedó tan mal, ¿no crees?

—Eso es caligrafía japonesa y yo soy coreano. Además, no recuerdo nada de mi país, me adoptaron cuando era muy pequeño. ¿Acaso crees que lo llevo en los genes?

—¡Anda, aguafiestas! ¡Pruébalo!

Carolina cogió uno de los pinceles, lo humedeció en tinta y me lo entregó junto con una hoja en blanco. Ya con el pincel en la mano, pensé que podría ser divertido, sobre todo viendo la cara de entusiasmo de mi amiga. Al tocar el papel con las cerdas del pincel, mi mano comenzó a moverse automáticamente, poseída por una energía invisible. No me dio tiempo de pensar en lo que estaba haciendo. Dibujé una letra que jamás había visto. Entonces mi cuerpo comenzó a temblar, una energía electrizante me recorrió desde la cabeza a la punta de los pies. Todos los pelos de mi cuerpo se erizaron. Una voz grave y vibrante sonó en mi cabeza.

—¡Dangun!, ¡Dangun! Ya es hora de que regreses.

Se dirigía a mí en coreano y comprendí todas las palabras a pesar de que jamás lo había hablado antes.

—¡Dangun!, ¡Dangun! Tu tiempo en tierras extrañas ha acabado. Debes volver a tu reino. ¡Te lo exigimos!

Una fuerza repentina me golpeó contra el suelo. La sacudida fue tan intensa que cayeron todos los libros de la estantería. Carolina comenzó a gritar.

—¡Caos! ¿Qué te pasa? —preguntaba mientras retrocedía hasta la pared de su habitación con los brazos pegados al cuerpo y las manos juntas, suplicante—. Por favor, di algo.

Sentía que algo me arrastraba, intentaba llevarme con él. Luché con todas mis fuerzas para que me soltara. Cuando por fin conseguí zafarme, comprobé que me había agarrado a las muñecas de Carolina. Me había arrastrado hasta ella y la había sujetado con tanta fuerza que sus manos estaban casi de color negro. El rostro de mi amiga estaba desencajado, los ojos muy abiertos, la boca ladeada por la que le caía saliva. No era capaz de hablar, apenas emitía un quejido ahogado. No paraba de llorar. Salí corriendo de su casa, bajé las escaleras y subí la cuesta que me llevaría a la venta de arriba, donde estaba mi madre. Llegué jadeando con una fuerte presión en el pecho. Cuando la vi, de espaldas hablando con una vecina, me invadió una sensación de seguridad.

—¡Mamá! —grité.

Mi madre se giró.

—Ya voy, Caos. ¿No ves que estoy hablando con doña Aurelia? Tienes que ser más educado y no interrumpir la conversación entre personas mayores, es de mala…

—¡Mamááá! —volví a gritar.

Esta vez el sonido no salió de mi garganta sino de mis entrañas. Retumbó en las paredes de la tienda y todos los alimentos que estaban colocados en las estanterías se hicieron pedazos. Trozos de comida salían disparados contra las paredes. Había sardinas en el cartel que indicaba el horario de la tienda, el suelo estaba repleto de granos de arroz, lentejas, melocotón en almíbar, harina…

Mi madre cayó al suelo. Su brazo sangraba. Se había cortado con un cristal del expositor. Me miró como si no reconociera mi rostro.

—¡Dangun! No puedes escapar de tu destino. Regresa a tu lugar antes de que sea demasiado tarde.

Otra vez aquella voz resonando en mi cabeza. Otra vez la sensación de que me arrastraban. No podía dejar a mi madre sola y herida. Tenía que agarrarme a algo y resistir. Me sujeté a ambos lados de la puerta de la tienda y, aunque sentía aquella fuerza tirando de mí desde dentro, conseguí quedarme allí. Doña Aurelia salió corriendo y se escondió en la trastienda. Mi madre seguía sangrando.

—¡Mamá! Quieren llevarme. ¡Ayúdame! —supliqué de rodillas junto a su cuerpo acurrucado.

Mi madre no respondió. Tenía la mirada vacía y temblaba. Pensé que estaría en estado de shock. La ayudé a ponerse en pie. En casa tenía un botiquín con lo necesario para curarse la herida. Era una suerte que mi madre fuese médico y pudiese curarse sola con lo que teníamos en casa. Me hubiese dado vergüenza que le contara a sus compañeros del hospital cómo se había hecho aquella herida.

Cuando ya me disponía a salir de la tienda, vi que se acercaban seis hombres que llevaban una vestimenta muy extraña. Tenían unos sombreros altos de color negro de los que colgaban cuentas a ambos lados. Llevaban unas túnicas amarillas de mangas anchas adornadas con símbolos geométricos. Caminaban a un palmo del suelo.

Formaron un semicírculo en la entrada de la tienda y alzaron sus manos hacía mí. Esta vez no ofrecí resistencia. Estaba cansado y no quería que mi madre saliese herida. Me dejé llevar por la energía que emanaba de ellos y que me llevó hasta sus pies.

—¡Dangun! Estamos aquí por tu propia voluntad. Nos encargaste regresar a por ti si Joseon necesitaba ayuda. Ahora debes regresar y proteger el país que creaste para nosotros.

—¿Qué dices? Yo no he creado ningún país, ni me llamo Dangun. Soy Caos, un niño de quince años que vive con su madre. No pienso ir con vosotros a ninguna parte — les aseguré en perfecto coreano.

Los hombres murmuraron entre ellos y el que parecía el portavoz se acercó a mí, arrodillándose a mi lado.

—¡Oh, mi señor! Siento mucho que no recordéis vuestros orígenes. Lleváis demasiado tiempo viviendo entre los humanos. No os preocupéis. Nosotros podemos ayudaros.

Aquel hombre de mirada intensa y piel arrugada me tomó de la mano. Como si de un proyector se tratase, millones de imágenes vinieron a mi mente, rememorando mis vidas pasadas. Mis padres, hijos del reino de los cielos. Mi toma del trono de Corea, relevando a mi padre y creando el reino de Joseon, en el siglo XIV. Mis vidas humanas posteriores… hasta llegar a ese mismo momento.

Estos últimos siglos había podido vivir como cualquier persona mortal durante varias vidas, y había disfrutado de cada una de ellas. Lejos de las responsabilidades que había asumido desde que nací, este tiempo había sido como unas largas vacaciones.

Ahora, los ancianos necesitaban que regresara con ellos a su época sin saber que la historia ya estaba escrita, que yo no podría cambiarla. Era un último intento de salvar un país abocado al fracaso. Sabía que los movía su fe y esperanza, y no podía abandonarlos. Regresaríamos al lugar que me correspondía por nacimiento, ejercería mi poder para que los ciudadanos no sufrieran las consecuencias de las decisiones políticas. Esta vez, podría protegerlos mejor. Eso es, al menos, lo que se espera de un dios y yo era el mejor de ellos. Quizás no podría cambiar la historia, pero sí podía aliviar el sufrimiento de los ciudadanos indefensos que imploraban en sus oraciones que los ayudase.

—Habéis recorrido un largo camino hasta encontrarme. Habrá sido complicado y agotador, así que no os haré esperar más. Yo, Dangun, regresaré con vosotros a Joseon. Solo necesito llevarme algo conmigo

Los ancianos, se inclinaron y abrieron paso para que pudiera pasar. Yo alcé la cabeza y miré hacia el piso de Carolina. Esta aventura superará todos los juegos que había inventado durante todos esos años, y además en Joseon podría utilizar sus pinceles para practicar caligrafía.