Ficha del lugar

 

Aquella clase de infantil no se diferenciaba demasiado del resto. El suelo era de madera cálida y las paredes estaban pintadas de diferentes colores alegres. Las mesas y sillas formaban grupos de un mismo color: había uno verde lima, otro rojo encendido, el siguiente azul cielo y finalmente el más bonito, el amarillo limón. En una de las paredes había una gran estantería baja con cajoneras. Cada una tenía un plástico donde durante las clases las Lucías, Adrianes, Victorias y Pablos escritos a mano con una bella caligrafía identificaban las cajitas de cada alumno, emocionados por tener un lugar propio donde almacenar sus pequeños tesoros.

En la pared más grande colgaba una pizarra rodeada de dibujos de las profesoras para dar la bienvenida a los niños que, en unos días, poblarían la pequeña clase. En el resto de paredes se encontraban divertidos rincones de juegos que buscaban fomentar la creatividad: una zona de construcciones, con legos y puzles; otra con una tienda llena de verduras y tetra briks de leche en miniatura; y una tercera con juguetes variados que iban cambiando cada año.

La mesa de la maestra era el típico escritorio de mobiliario escolar. Solo un bote para lápices adornaba la superficie de madera, esperando que la nueva inquilina lo llenase de papeles, clips y carpetas de colores. Por allí habían pasado todo tipo de señoritas: de las mayores, ya cansadas pero con ojo de halcón para detectar los diferentes problemas de los niños; de las más jóvenes, ilusionadas y con ganas de probar todas las últimas tendencias y estudios; y las que ya iban a velocidad crucero, con la experiencia que dan los años pero todavía con muchas ganas de ayudar y potenciar a los pequeños exploradores.

La clase formaba parte de un colegio grande, uno que englobaba cursos desde guardería hasta bachillerato. Era un centro de enseñanza laico, exigente y serio, pero que apostaba por la motivación de los alumnos con diferentes herramientas que hacían el proceso de aprendizaje mucho más entretenido. En sus pasillos los niños eran felices, en sus canchas explotaban las ganas de vivir, y a la salida todos se decían adiós con una sonrisa, sabiendo que al día siguiente se volverían a ver.

El aula de infantil también revivía los ecos de las risas, de las carreras, las ganas de aprender y los empujones; todo ello formaba parte de la mescolanza de energías que impregnaba su ahora sosegado ambiente. Pero también se distinguía el aroma acre a los problemas de los adultos, esos que los maestros traían consigo y de los que no conseguían olvidarse a pesar del ajetreo del día.

Concretamente, esa aula olía a una mezcla de desamor, esperanza y decepción. Era el tufillo que se había quedado en el aire antes de las vacaciones, y que seguía manteniéndose a pocos días de comenzar las clases. Era más potente de lo normal porque se alimentaba de dos fuentes diferentes, esas que entre plastilinas y fichas habían tejido una realidad paralela a la del resto del mundo.

El aula sabía que, en unos días, iba a recibir una inyección de energía de las potentes. Pero esta vez no sabía si iba a ser solo por los niños, o si también sería testigo de otro tipo de energía. De esa que puede cambiar vidas y destinos.

 

Relato

 

ESCENAS PROHIBIDAS

La clase de infantil parecía no haber cambiado en nada. Claro, solo hacía dos meses que la había dejado y ahora, por carambolas del destino, le volvía a tocar. Había rezado por que la cambiasen de nivel, hasta de edificio, pero el año pasado había sido el primero con ese grupo de edad y querían que se afianzase en él antes de pasarla a otro mayor.

El aula parecía esperarla: hasta los muebles la miraban expectantes para saber qué pasaría ese año. Si iba a mover los grupos de sillas y mesas, si se inventaría otra disposición para las zonas de juegos, o si actuaría de nuevo de testigo ante escenas que no deberían darse en un entorno como ese. Suspiró desde lo más profundo de su pecho, tirando de ese nudo que hacía meses que se había instalado en él y que no era capaz de hacer desaparecer.

Aquel día quería dejar la clase bien preparada para cuando llegasen los pequeños. Se entretuvo escribiendo los nombres de los niños en papeles de colores, estuvo revisando las cajoneras y metiendo en ellas las regletas y unos regalitos de bienvenida que les había hecho, chequeó que tenía todo el material necesario para las primeras semanas en su armario, y finalmente revisó el listado de niños, a ver si le sonaba alguno de sus épocas como maestra auxiliar.

No había mucha gente en el colegio, la mayoría de maestros ya habían estado en sus aulas y probablemente vendrían al día siguiente, cuando tendría lugar la reunión de inicio de curso y luego las tutorías de los padres. No esperaba a nadie, así que no escuchó los pasos hasta que la puerta se abrió. Levantó la vista, sorprendida, y el nudo en su interior se tensó.

A primera vista él parecía estar igual. No había perdido un ápice de su porte atlético de profesor de educación física y tampoco estaba excesivamente bronceado a pesar de haber estado de vacaciones en Mallorca. No obstante, su mirada poseía algo distinto, algo parecido a un hambre lleno de ansias que intentó ocultar al chocar sus ojos con los de ella.

—Hola, Marcos.

Su voz sonó débil y tuvo que carraspear. Él no respondió al saludo sino se acercó a ella, decidido, poniendo las manos en el escritorio para enfrentarla.

—Déjate de saludos y dime por qué no has respondido ni a uno de mis mensajes este verano. Ni a los mensajes ni a las llamadas. ¿A qué ha venido eso?

Ella desvió la vista de su ceño fruncido e intentó que su corazón no se desbocase.

—Ya te dije que no iba a buscarte más. Lo nuestro se ha terminado y no tiene ningún sentido seguir alargándolo.

El resopló, impaciente.

—Se terminó porque lo decidiste tú. Tiraste a la basura todo lo que…

—No, no fui yo quien lo estropeó todo —interrumpió ella, airada—. Fue tu incapacidad de tomar una decisión la que hizo que yo no quisiera seguir siendo un segundo plato, ese picante que necesitabas para tener la vida perfecta.

Él bajó la cabeza, negando algo que ella no entendía. Le miró, sabiendo que todos sus sentimientos seguían intactos, que aquel hombre era el amor de su vida, pero también que tenía que ser fiel a otro amor más grande: el que tenía por sí misma.

—Sofía y yo ya no estamos juntos. La dejé en julio, el día después de terminar el curso. Eso era lo que quería contarte desde que ocurrió.

Sintió que todo su interior se estremecía por el impacto, y solo entonces fue capaz de encontrarse con su mirada, esa que le contaba que la había echado de menos y que seguía queriéndola con la intensidad que habían descubierto una tarde tonta de octubre al salir del colegio.

—Intenté contártelo, pero no hubo forma de hablar contigo. Incluso fui varias veces a tocar el portero de tu apartamento, pero nunca estabas.

—Me fui a casa de mis abuelos a Asturias —susurró ella, recordando aquel mes de lágrimas escondidas y baños en el helado Cantábrico. La mano de él se deslizó por la mesa y agarró la suya, entrelazando los dedos con fuerza. Ella le devolvió el apretón, con el corazón galopándole a mil por hora, y se permitió una sonrisa esperanzada.

—¿Nos vemos a la salida? —preguntó él en voz baja. Todo palpitaba a su alrededor y ella tuvo problemas para hacer salir su voz. Asintió en silencio y él se desprendió de su contacto lentamente, fabricando promesas silenciosas que llenaron el espacio entre ellos.

Solo cuando él hubo salido por la puerta ella fue capaz de levantarse, dejando que las lágrimas rodasen por su encendido rostro y que su mano se posase sobre su vientre redondeado y lleno de vida