Ficha del lugar

 
 

El fauno gris fue una tienda montada por Ernesto González a principios del año 2000. Comenzó como un lugar de culto de todo tipo de juegos de mesa, rol y estrategia y tenía una zona de juego en el mismo local para que los clientes pudieran dar uso a lo que compraban. Cambiaron de local en muchas ocasiones y fueron añadiendo productos como mangas, figuras decorativas y material de manualidades. Con las diversas ampliaciones que tuvieron fue necesario contratar a varios empleados más. Una de ellas fue Tamara, pareja de Ernesto en aquel momento, y posteriormente Fernando —Fungus para los amigos—.

A pesar de la crisis económica de 2008 y de la competencia que surgió los últimos años, El fauno gris pudo seguir prosperando hasta que en 2010, algunos de los clientes más cercanos y Fernando quedaron para salir a cenar. No eran ni las nueve de la noche y el coche de Raúl, a demasiada velocidad, tuvo que esquivar a un conductor que se acababa de saltar un ceda el paso. Perdió el control del vehículo, tocó contra un bordillo alto y salió despedido, golpeando un árbol. Acabó volcado en sentido contrario. Raúl pudo salir por su propio pie, pero Fungus y Estefi fallecieron en el acto.

Ernesto y Tamara quedaron devastados con la noticia y no les quedaron fuerzas para seguir con el negocio. Tras aquel tres de marzo, El fauno gris no volvió a abrir sus puertas.

 

Relato



 

HOGAR

La primera vez que entré en la tienda fue porque mi amigo Kevin me llevó. Yo tenía trece años y me encantaban los juegos de estrategia y las miniaturas. Se lo había contado a mi compañero de instituto y parecía un experto en el tema. Decidió mostrarme el mundo friki, como él lo llamaba. Cuando el dueño me conoció no me prestó mucha atención.

—¿Tienes bandejas de movimiento? —le pedí con un ligero tartamudeo.

—Sí, allí tienes unas cuantas —respondió señalando la zona de juego.

Yo no quería usarlas en aquel momento sino comprarlas, pero tardé unos quince minutos en volver a preguntarle por ellas. Hasta entonces solamente tenía algunas miniaturas de enanos que había pedido por mi cumpleaños o por Navidades y que no sabía diferenciar más allá de su estética. Ahí fue cuando comencé a crear mi ejército.

Los fines de semana, cuando no tenía nada mejor que hacer, me acercaba hasta la tienda y allí veía jugar a la gente. No conocía las reglas porque aún no me había leído el manual —era demasiado caro para mí—, pero me encantaba escuchar a los chicos pensar en alto, ver cómo supuestamente morían orcos después de una tirada de dados o cómo un cañón apuntaba y mataba esqueletos. No podía entender cómo había personas que no se derretían de placer al ver esas batallas.

Con el tiempo me atreví a aprender y a hacer pequeñas partidas. Aunque no se me daba demasiado bien al principio, lo pasaba genial. Un día decidí apuntarme a uno de esos torneos de domingo. Tuve que pedirle permiso a mi padre, que me acompañó por la mañana y vino a buscarme casi por la noche. Cuando entró a la tienda no podía estar más fuera de lugar. Rodeado de todo tipo de personajes de edades entre veinte y cuarenta años, de pelo largo, camisetas de Iron Maiden y adornos con pinchos por todo el cuerpo, él contrastaba con su baja estatura, su camisa a cuadros y su calvicie por bandera. Y no nos engañemos: un adolescente con poco pelo en los brazos tampoco encajaba mucho.

Sin embargo, aquellas cuatro paredes que, con frecuencia olían más a sudor de lo que me gustaría, se convirtieron en un hogar. Salía del instituto hastiado de la vida, me sentía fuera de lugar, y en la tienda acabé siendo uno más. Los días de torneo lo pasábamos en grande, comíamos en un McDonald’s para después volver a la guerra —nunca mejor dicho— y una de las veces llegué a quedar segundo. Mi familia siempre me preguntaba si seguía con «aquello de los muñequitos». Y yo agachaba la cabeza y contestaba que sí. No les decía que aquello me hacía realmente feliz.

Un día tres de marzo, un mes después de haber ganado mi primer torneo, un accidente de coche terminó con la vida de uno de los empleados de la tienda y de una de las chicas que solía ir allí todas las semanas. Supongo que nunca terminamos de recuperarnos porque, diez años después, aquí seguimos sentados en el banco que había enfrente. Ahora hay un negocio que vende artículos para personas con movilidad reducida, pero yo sigo mirando la puerta y viendo la sonrisa de Estefi asomando bajo sus rizos olor a melocotón.