Ficha del objeto

Esta jaula de cañas, que te pongo en la foto, se encuentra entre las pertenencias de un hombre que acaba de morir. Es un hombre ya mayor, con una extensa familia y muchos nietos a los que ha enseñado a construir jaulas como esta con palos del bambú que crece en los márgenes de las acequias.

En la azotea de su casa de campo, cientos de jaulas como esta guardan un centenar de pájaros: canarios, chirrines, gorriones… Cada mañana subía a la azotea a ponerles alpiste y agua. Ahora, con su muerte, su familia decidió abrir las jaulas y liberarlos. Pero costó mucho que los pájaros se fueran. Y los que volaron, volvían cada mañana y, de nuevo, la azotea de la casa se llenaba de sus trinos.

La jaula que te pongo arriba, sin embargo, no estaba con las otras sino guardada en lo alto de una tronja en el garaje, cubierta por una lona roja, para protegerla, como si fuera algo muy preciado.

Al bajarla, la esposa del difunto descubrió una placa roja atornillada a una de las cañitas del piso con el nombre de «Isabel» marcado.

«¿Quién es Isabel, madre?», quisieron saber los hijos. Pero la viuda no sabe. No sabe y no quiere saber, porque teme que la respuesta no le guste. Aunque su marido siempre fue un buen hombre, que ella supiera. «Pero esas cosas a veces salen cuando menos te lo esperas», piensa.

«Tal vez fuera el nombre de un pájaro», dice, encogiéndose de hombros. Porque es verdad que él les ponía nombre a sus pájaros. Pero nunca eran así. Isabel. Los llamaba «Blanquito» o «Canelo» o «Rubita», pero «Isabel», no.

«Isabel no es nombre de pájaro», opinó la hija, poniendo sobre la mesa lo que todos estaban pensando. «No sé», zanjó la viuda. «No sé quién es Isabel, pero para qué queremos nosotros esta jaula. Esto no vale nada».

Y además, la jaula le da mal fario. Como si más allá de su rusticidad, guardara un secreto, así que decide regalarla a la parroquia que está organizando un mercadillo.

Relato



EL AMOR DE MI VIDA

Mientras espero que la chica de las jaulas de cañas venga, me pregunto por enésima vez si estará casada. Habla siempre en primera persona. Siempre yo, nunca nosotros. En singular. No lleva anillo. La amo, seguro. Nunca me he sentido así antes. El ratito en el que viene a la tienda a dejar sus jaulas es mi mejor momento del día. Sé que se llama Isabel porque todas su jaulas tienen su nombre, pero no me he atrevido a hablar con ella. La atiende mi padre siempre.

Ella sabe que existo, me ve y me sonríe. Y esa sonrisa me hace enmudecer. La cercanía es algo contra lo que lucho, porque cuando está cerca me ruborizo y no hay nada que odie más que ruborizarme.

Llega tarde hoy. Solo ha llegado tarde una vez y fue porque su madre murió. Le cuenta cosas a mi padre mientras descarga las jaulas. Por eso lo sé. Por eso y porque tenía los ojos hinchados de llorar. Así que me pone un poco nervioso que se retrase. Espero que no haya tenido problemas.

Entonces entra la señora Vélez, deshecha en lágrimas. Me acerco al mostrador. Mi padre la consuela, poniendo su brazo sobre los hombros de la mujer.

—Pase lo que pase, no puede ser tan malo, señora Vélez —le dice.

Y ella niega con la cabeza.

—Ay, señor Matías, qué desgracia —. Habla entre sollozos. Espero a que se explique, pero ella parece haber perdido la voz. Abre el periódico de la mañana y deja al descubierto la portada.

Reconozco la sonrisa, los ojos. Siento náuseas cuando leo el texto: «Isabel Rojas, artesana de la localidad, muere en un extraño accidente en la carretera de circunvalación». La tienda se tambalea a mi alrededor.

Como un zombi, me meto en la trastienda, busco la última jaula marcada con el «Isabel» que mi padre aún no había vendido y la escondo. El lo ultimo que me queda de ella.

Porque puede que solo tenga diez años, pero sé que Isabel es el amor de mi vida.