Ficha del personaje



Gansón es un torero andaluz, de los de pura raza y familia vinculada con la fiesta desde hace muchas generaciones. Es un hombre entrado en sus veinte, decidido, sin miedo a casi nada y no demasiado culto, pero tampoco le hace falta, pues él lo único que quiere hacer en la vida es torear. Creció en un entorno en el que los toros eran venerados casi con el mismo fervor con el que se los trataba en el antiguo Egipto y en Creta, donde se los consideraba dioses. Pero esos dioses están hechos para medirse con otras divinidades distintas, los hombres, a ver cuál de los dos muerde antes el polvo.

Relato

 
 
           EL JURAMENTO DE PASÍFAE

El calor me nubla los ojos. Respiro este aire hirviente que se empeña en aplastarme como lava sublimada. Hace demasiado calor, el aire se dobla en hondas por las que podría subir una persona caminando, pero es una escalera que no lleva a ninguna parte. Crujidos sordos bajo mis suelas, crash, crash, hace la arena. Cristales, eso parece que estuviera pisando.

Un tambor late dentro de mis costillas. Marca una cadencia que me suena sospechosamente a una cuenta atrás. Pom, pom.

Hay una especie de blando griterío de fondo, que mis oídos han dejado de percibir de manera diáfana. Es como un rumor sordo, el conjunto de miles de gargantas que rugen bajo un sol de justicia. Un grito estalla demasiado lejos como para descifrar sus palabras. Otra voz le da la réplica. ¿Es a mí a quien llaman, acaso me piden que haga algo? ¿Me insultan? No lo sé, solo noto cómo esa gota de sudor que lentamente me resbala dentro del ojo quema como el infierno, como si fuera ácido sulfúrico, y deseo más que nada pestañear. Pero no puedo. Estoy demasiado concentrado. Un pestañeo y el mundo se vendrá abajo. Un pestañeo, y la bestia me matará. Verá mi punto débil. Encontrará el modo de entrar, de atravesar mis defensas y empitonarme las entrañas. Solo un pestañeo, esa es la diferencia entre la vida y la muerte.

Estoy cansado. Me arden los brazos y las piernas. Llevo demasiado tiempo aquí, sobre la arena, sometido a esta amenaza, a este estado de tensión brutal. Es como sufrir el calambre entumecedor de un ataque cardíaco durante una hora seguida. Las lentejuelas del traje de luces brillan como botones de oro cosidos al agua. Me ciegan, hacen que el hilo de canutillo pese más, que el bordado de azabache se dilate y que los cristales lancen fuego. La montera y los alamares ya no forman parte de mi coraza, cayeron al suelo en algún momento, al comienzo del ceremonial… No recuerdo si los tiré yo o si me los quitaron. Mi mozo de espadas tendrá que rastrear la plaza en busca de todos los pedazos que me faltan, cuando esto termine.

Todos los pedazos.

Pom, pom.

Me mantengo inmóvil a pocos pasos de la muerte. Esta, orgullosa, ha decidido venir hoy a la plaza adoptando la forma de una bestia gigantesca de quinientos kilos y de trapío amenazador, glorioso, con una capa colorá que recuerda los fuegos del infierno. De gran alzada, su cuerpo compacto despide una roma amenaza, unas agalgada predisposición a lanzarse hacia delante y a romper el mundo con sus desarrolladas defensas. A hacerlo trizas. Me mira: sus ojos son como cristal líquido, dos pozos oscuros capaces de tragarse el universo. Él sabe que desciende de una estirpe de semidioses que una vez fueron adorados en la Tierra. Lo sabe y no cederá ante mí ni un átomo de ese orgullo olímpico, prometeico. Ha venido a matarme, y nada puede suavizar esa verdad. Es él o yo.

Pom, pom.

Al unísono, unas campanas pueblan el aire. Las hay de muchos tipos: disonantes y claras, lúgubres y melodiosas, asordinadas y cristalinas, de alegría y de cólera… Estas que suenan para mí tienen un regusto a réquiem cuando alzo un milímetro más el brazo y cambio, muy sutilmente, el ángulo de la muñeca. Las campanas cantan mi muerte con un rebozo metálico. Estoy en el último de los tercios, con el alma pesándome como acero fundido, apuntando con mi espada al corazón del monstruo. Aquí ninguna suerte se va a valer más del engaño, ni del capote o la muleta; aquí, la suerte está echada, y será una de recibir, de esperar a que sea la desgracia la que me embista, la que venga a buscarme creyéndome distraído. Mi acero está sediento de sangre, el cornúpeto lo sabe. Y vendrá a por él.

Mi mano, elevada y con la inclinación perfecta de muñeca, agarra el estoque casi sin presión, sin forzarlo, para que flote. Citaré a mi enemigo con la muleta baja para que humille la cabeza y la baje. Alguna dama de especial hermosura susurrará una consigna, y el horror y la hecatombe entrarán en sus brazuelos. Uno de nosotros derramará su sangre hoy en la arena. Hoy, los dioses contendrán el aliento durante unos pocos segundos con la vista clavada en la plaza.

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Quién soy?, me pregunto. ¿Qué extraño camino elegí en la vida para que los últimos latidos de mi corazón vayan a dar sus campanazos bajo este sol de justicia, en este escenario?

A veces, ni yo mismo soy capaz de responder a esas preguntas. Sé que me llaman el diestro Gansón, que mi padre siempre fue un gran aficionado a la Fiesta, y que de pequeño me llevaba con la ilusión y la solemnidad de ir a misa a los festejos que rodeaban la fiesta brava. Fue él quien me condujo a las dehesas para verlas correr en libertad, a esas bestias mitológicas. El que me instruyó en el conocimiento de los toros para que supiera distinguirlos según su porte, su cornamenta, su pelaje y un gran etcétera de cosas. Y también me enseñó a amarlos, y a respetarlos, pues en el fondo es por eso por lo que los matamos en medio de esta compleja liturgia: porque los amamos con locura.

Fue me padre el que me contó historias sobre los legendarios diestros que, haciendo de la valentía su escudo y del aplomo su ornato, rubricaron con sus nombres los anales de este arte. Me habló del Lagartijo, cuya rapidez de piernas lo libraba siempre de la catástrofe como si fuera un Aquiles nacido y criado bajo el soplo del Levante; de Manolete, que convirtió en finura y elegancia lo que para otros solo fuera brutalidad e ira, y cuya muerte se cinceló para siempre en la sólida cornamenta de un Miura; del Cartucho de Pescao, siempre bailando al son de un pase de muleta con los pies juntos. Y por último, me relataba los triunfos del que a mí más me gustaba, el Gallo, que antes prefirió una bronca que una corná, y que fue el primero en dejar salir vivos a los toros y en hacer de su clemencia un arma.

Todos aquellos rostros me visitaban de niño, en mis sueños. Los veía alineados en las paredes de los bares, enmarcados en carteles anuncio llenos de fantasía y poderío. El artista los pintaba en poses gloriosas, con gran vivacidad en los colores, con cuerpos estudiados para que recordasen los de las estatuas griegas. Yo me imaginaba sus rostros e, inconscientemente, añadía el mío al panteón, como si estuviese llamado a compartir algún día el Olimpo con tan sacros campeones.

Siendo niño me inicié en los misterios del toreo, con mi padre como primer maestro, y me aprendí de memoria las palabrejas raras que formaban parte de su folclore: supe lo que era una muleta, un capote de brega y la guarnicionería. Aprendí a leer el cartel taurino y su valor como espejo de épocas. Y alcancé la alternativa una tarde de agosto, en una plaza en la que entré siendo niño y de la cual salí siendo hombre. El matador de toros, me llamaban. Me sentía un emisario de la muerte, el Cuarto Jinete. Y estaba orgulloso. Así es mi casta, así es mi sangre.

Pero todo diestro sabe que quizás llegue un día en el que la suerte no esté de su parte, y la verá caer de las nubes en forma de pluma perdida por una paloma. La pluma se posará allí, en medio del ruedo, y él sabrá que ha habido un cambio de fortuna en el cielo, y que la de un torero de algún país del mundo será llamada a agotarse. ¿Será la suya? ¿Será la de otro pobre desgraciado que estará lidiando ahora mismo en el sur de Francia, en Portugal o en el lejano México? No podrá saberlo hasta que sea demasiado tarde; hasta que el arroyo de su niñez, ese en el que se lavó para quitarse de encima los pecados antes de su primera corrida, aparezca como un curso de agua tétrico bajo la biliosa luz de la luna.

Hoy he visto caer una pluma de paloma. He notado los vientos de la suerte cambiar de mejilla y acariciarme desde el otro lado. Sé que va a ocurrir algo malo, pero en mi fuero interno rezo para que no sea así. Ojalá las maitines que rezó san Pedro Regalado, patrón de los toreros, hubiesen sido en mi honor.

El toro me mira, y algo intuye, porque su actitud cambia. Eso es algo que solo percibimos los matadores, y solo cuando estamos muy, muy cerca de ellos, por lo que me preparo para lo que sea. Hace medio segundo estaba convencido de que me embestiría de frente, invocando la desdicha por sí mismo, pero ahora… ya no lo tengo tan claro. ¿Por qué me mira así, de esa forma, la criatura? ¿Qué quiere decirme?

Bestia legendaria, sé que tienes un mensaje para mí. Lo llevas escrito en la sangre desde el mismo día en que naciste… ¿No me lo entregarás? ¿Me privarás de ese derecho?

No sé por qué, pero un mito que aprendí en mi infancia me explota en la mente, justo ahora: el del Toro de Creta, la bestia salida del mar como ofrenda a Poseidón y escogida por el dios de entre sus extensas dehesas submarinas. Según cuenta la leyenda, que siempre me subyugó y disparó mi imaginación, el animal era un coloso de mil kilos de cuarzo blanco, todo furia, jactancia y solidez. Más alto que un caballo, más recio que la roca del centro de la Tierra y con una mirada capaz de ablandar el plomo, sus cuernos se asomaban hacia delante como las lanzas gemelas de Ayax. No es de extrañar que, al ver semejante monumento albino parecido a los dioses, el rey Minos cayera rendido a sus pies y, en lugar de sacrificarlo, decidiera usarlo como semental para sus ganaderías.

Poseidón, el dios del mar, enfurecido por su despecho, lo castigó de la forma más cruel imaginable: en lugar de hacer que el toro regresara a las aguas, propició que la reina Pasífae, esposa amada de Minos, se enamorase de él y buscara conocimiento carnal con la bestia. Eso me escandalizó hasta lo indecible siendo un crío, pero con el tiempo aprendí a ver la agudeza de la moraleja que se escondía debajo, y comprendí lo malignos que podían ser esos dioses de otras mitologías cuando un mortal se creía más listo que ellos.

La reina era una mujer muy bella, no en vano su nombre significaba «La que brilla para todos», uno de los muchos epítetos de la luna. Su corazón ansió fundirse con el del animal en cuanto lo vio por primera vez, pues creyó que estaba mirando a un semidiós, hijo del mismísimo Océano. No pegó ojo durante muchas noches de la ansiedad que tenía por yacer con él, imaginando al héroe mítico que saldría de semejante unión: un joven como mínimo igual de hermoso que Paris, pero más fuerte todavía que Heracles. Uno llamado a realizar más proezas aún que las del campeón de Tebas, y ser recordado por los siglos de los siglos. Eso lo juró Pasífae… y solo estuvo equivocada en parte.

Aquí entra en juego en el cuento otro viejo conocido, Dédalo, el famoso constructor del laberinto, que deleitaba a la familia real con su arte para tallar muñecas. En absoluto secreto, construyó para la soberana una muñeca gigante, cuadrúpeda, con forma de vaca, a la que recubrió de piel y le puso ruedas. Dejándola abandonada en medio de una pradera, con la reina desnuda escondida dentro, muy pronto los efluvios que emanaban cual aroma de ninfas del cuerpo de Pasífae atrajeron al monstruo…

De lo que pasó después, o dejara de pasar, solo la luna fue testigo, pues también se llamaba Pasífae como la reina… y aquella negra noche de infortunios quiso iluminarlos a todos.

Ya sabemos lo que ocurrió después, conocemos la leyenda del Minotauro, el niño bastardo y horriblemente deforme que nació de esa unión maldita por los dioses. No era el campeón efebo con el que ella soñó, sino una criatura en la que se veía reflejado claramente un eco de la risa de Poseidón. ¿Esto quisiste? Pues esto tendrás.

A mí la parte que más me encandiló siempre del cuento fue la que venía después, justo tras estos hechos: cuando Heracles domó al toro y lo sacó de Creta, lo llevó a través de los procelosos mares del Egeo hasta Micenas. La bestia escapó y fue sembrando el pánico por toda la tierra griega, completamente loca, hasta que el bravo Teseo la llamó en la suerte suprema, y entró a matar en una gloriosa suerte a un tiempo. Siempre me imaginé al héroe desnudo, solo con el viejo bronce en la mano, entrándole al monstruo con el valor que solo los mitos de la Antigüedad pueden concebir. El campeón, sin armadura ni protecciones, completamente en cueros, delante del ser que podía partirlo en dos de una cornada, tal era su descomunal fuerza.

Tuvo que ser épico. No me extraña que nacieran leyendas de aquello, ni que perduraran tanto en el tiempo. Desde que mi padre me contó aquel cuento, quise ser Teseo y enfrentarme desnudo al Minotauro. Pero como esto último no me iban a dejar hacerlo, cosí el brillo del sol a mi carne para disimular mi desnudez y me vine a la plaza vestido con un traje de luces.

Así pues, esta es mi historia. Soy el niño que nació en Andalucía y que quiso tener ascendencia griega. El niño que se vistió de adulto y que fue armado caballero aunque no tuviera que sacar ninguna espada de la piedra. El niño cuya vida, incluyendo todas y cada una de las decisiones que tomó, le condujo hasta este crítico momento en el tiempo.
Todo confluye aquí, toda mi vida, mis sueños y mis esperanzas. Y también las del toro.

En este momento.

La introspección pasa, me sitúo de nuevo en la arena, en el calor agobiante, en las marejadas de chillidos que vienen desde las gradas. En los olé, los gritos de ánimo y las advertencias de peligro. Aún no he pestañeado, la gota de sudor sulfúrico sigue dentro de mi ojo.

La maestranza. La legendaria plaza de toros, llena hasta la bandera. Los caballos de los picadores exhalando humaradas de vaho por sus belfos, mientras los monosabios intentan tranquilizarlos y los mulilleros me miran con ojos espantados desde el burladero. Los alguacilillos esperan convertidos en puro nervio la exclamación de una orden, esa que solo puede dar el presidente de la plaza, para salir corriendo como alma que lleva el diablo a propagarla por las cuatro esquinas de este recinto circular.

Y yo aquí, solo pero rodeado por la multitud. Más solo que nunca en mi vida. Esperando rematar con dignidad la faena de muleta para que la suerte suprema, la que decidirá nuestro destino, sea merecedora de un cantar de gesta en lugar de una simple coplilla en los bares.

Arrastro la punta de mi pie medio paso hacia el toro.

El tambor de guerra de mi corazón se acelera, esta vez tronando a pares: pom pom, pom pom, pom pom.

Soy Teseo, y he venido a matar a la bestia que ha asolado media Grecia, la misma a la que Heracles dejó escapar. Triunfaré donde él fracasó.

El toro me mira. Algo ha cambiado en esos pozos negros. Sabe lo que va a pasar, lo intuye con la sabiduría de la sangre. El abanico de banderillas que lleva clavado al lomo se agita como si llevara puestos los estandartes de cien ejércitos. Sus arponcillos están profundamente clavados en la carne. El dolor tiene que ser indescriptible. Pero eso solo la enfurece más, a la bestia. Quiere venir a por mí con más saña. Eso es lo que normalmente mata al toro: su precipitación.

Ha llegado la hora. Todo mi cuerpo se mueve en un solo gesto e incita por última vez a venir a mi enemigo. Mi mano, alzada y fundida con una espada envainada en sol, le espera como el último designio del destino. Piso con fuerza en la arena y el toro arranca a correr hacia mí. Esa es la señal. No es un animal sino una fuerza de la naturaleza, una locomotora, un motor que sería capaz de desplazar Sevilla entera de sitio si tuviera unas cadenas asidas a esas banderillas.

Veo la mole que se me echa encima (¡Pom pom, pom pom, pom pom!), todo cinética, impulso, instinto asesino. Su testuz baja, se pone a ras del suelo. El aire que desplazan los cuernos dibuja dos líneas rectas en el polvo. Sus pitones me apuntan como emisarios del infierno. Todo acabará en menos de medio segundo, y mi corazón se saldrá del pecho, ¡hará polvo la jaula del esternón! (¡¡¡Pom pom, pom pom, POM POM!!!).

(Fundido a rojo, por un cuarto de segundo…)

De pronto, todo ha acabado. En mi cerebro, el episodio adquiere una cualidad pretérita, de algo que ya pasó. Ya no es presente sino pasado, y poco a poco, como si fuera una película, voy desgranando las escenas en mi cabeza: Estoy volando por los aires, mis pies separados del suelo. Un surtidor de arena traza un elegante arco como si fuera la estela que un cohete —mi cuerpo— dejó al levantarse con tanta velocidad. La bestia sigue avanzando por su propia inercia, pero no recorre muchos metros antes de desplomarse como la montaña que derribó Jericó. Yo caigo después, a su lado. No llevo la espada en la mano, así que la busco con la vista y la veo allí, en su lugar natural, hundida entre sus brazuelos. Lo he conseguido.

La gente viene corriendo, pero veo preocupación en sus ojos, angustia, no felicidad. ¿Por qué, acaso no he lidiado bien a la criatura? ¿No la honré poniendo todo mi arte en su muerte? Dios, hay tanta sangre… y no toda procede del toro. Son dos ríos distintos, cada uno de un color. Aquí ha habido más de una herida, y más de un sacrificio.

Miro la cabeza del toro y me encuentro con sus dos pupilas que están fijas en mí. Exánimes, frías, sin vida. No te preocupes, hermano, pronto me uniré a ti y seremos uno: un solo espíritu que recorrerá para siempre las dehesas del cielo. Seremos Teseo y el Minotauro, amalgamados en una sola cosa, en un único sueño.

Mis ojos pierden toda expresión. Y así me quedo, para siempre, observando el rostro de mi hermano, de mi dios, el que me sacrificó a mí cuando quise hacerle morder el polvo.

Hoy, el diestro Gansón cantará su última aria.