Ficha del personaje

 
 

Alberto es un licenciado en Periodismo bastante idealista y trabajador. Es muy inocente, a su manera, y está convencido de que las cosas se pueden hacer, en el mundo laboral, de formas distintas a como está establecido. Su gran ilusión en la vida es guionizar cómics para alguna gran empresa, tipo DC (aunque no para Marvel, cuyos cómics odia profundamente), pero sabe que en España eso es muy difícil. Su amor por Rebeca tiene mucho de platónico, aunque como se ve en el relato, es posible que todavía esté a tiempo de tener algo con ella… si la vida fueran un cómic, y si las personas reales fueran personajes dibujados en una viñeta.

 

Relato

 
 

COMIC FAN vs. CHICA DE AYER

La verdad es que la idea se me ocurrió estando encerrado en el baño de la editorial. No es un dato muy glamuroso, pero es cierto. Trabajaba en la redacción de uno de esos pequeños periódicos de provincias cuyos jefes siempre mantienen con los ojos una torva distancia, y las máquinas de impresión retienen un aire de leyenda medieval. Gigantescas, mecánicas, industriales… dragones hechos de ruedas y palancas que no murieron por la lanza que les clavó el periodismo digital.

Me había encerrado allí y, como en mi casa nunca se han hecho ciertas cosas sin darle placer a los ojos —en otras palabras, que siempre había una revista que ojear o un libro que leer a mano—, me llevé un cómic de los que le había traído como muestra al editor. Mi idea era proponerle una tira cómica a lo Calvin y Hobbes para los domingos, idea que él rechazó con su cara de tipo pálido y delicado, afectado por una febrícula permanente.

—¿Un cómic? ¿Estás loco? —me soltó con desdén—. Como no quieras hacerlo gratis, chico…
Eso me deprimió. Yo trabajaba como diseñador gráfico, pero no pasaba de maquetar ciertas páginas y de vigilar el equilibrio de color de las fotografías. Por ser el más nuevo de la empresa me pusieron en el peor sitio, justo en frente del aire acondicionado, que no paraba de acuchillarme con sus gélidas ráfagas. Así pasaron mis primeras semanas de curro: todo sucedía a mi alrededor, todo parecía equidistante. Bajo la frialdad de aquellas corrientes polares, la oficina se reducía a espacios, a extremos climáticos.

La idea tal vez no fuera excesivamente original, porque hoy en día nada lo es. Pero a mí me vino de la nada, sin influencias de ningún tipo, y me gustó: hacer un informativo diario en forma de cómic. Dar las noticias mediante viñetas. Las imágenes ayudarían a transmitir con fuerza los conceptos en un mundo como el del periodismo, que está repleto de palabras. Los personajes protagonistas serían aquellas personas reales a las que les habían ocurrido los hechos, mientras un narrador omnisciente —yo— aportaba arte, gracia y estructura secuencial al conjunto.

¡Un periódico-cómic! ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie antes? El primer escollo que me vino a la mente fue la maldita Ley de Protección de Datos, y los problemas que tendría mi editor si permitía que alguien caricaturizara a las personas que protagonizaban las noticias. Nadie se metía con él si contaba lo que había pasado con palabras, pero podía caerle un buen paquete si lo hacía con dibujos. ¿En qué clase de mundo vivimos?

Nosotros, los artistas gráficos —ahora nos llamamos así; antes éramos simplemente «comiqueros», y me gustaba más—, tenemos fama de buscadores de problemas. Henchidos por esa sensación de destino que alimenta a la contracultura, nos creemos el centro de atención de todas las cosas, y los únicos inspirados por Dios para hacer verdadero arte y no esas chorradas que hacen los de las academias pijas. En el cómic no hace falta guión: la energía de cada secuencia hace avanzar la historia. Por eso nuestra mano es divina, y nuestra pluma una cuchilla derramadora de sangre y tinta. Eso creía yo, y como en Internet puedes encontrar apoyo para cualquier idea por absurda que sea —aún tengo pesadillas con los foros de terraplanistas—, pues tu ego siempre se está alimentando en un ciclo sin fin.

Por eso estaba completamente convencido de que la genialidad de mi idea iba a epatar a mi editor.

Por eso me dolió tanto en las partes nobles la patada que me dio para echarme de su oficina.
Gracias a Dios, en su forma de Internet, una idea no necesita girar necesariamente alrededor del campo de gravedad de la gente que tiene dinero. Basta con que alguien le dedique el suficiente tiempo y esfuerzo, y ese alguien —atención, redoble de tambores— era… ¡yo, Alberto Marín! Aplausos, por favor. Di hola, Alberto:

—Hola.

Así que barrí mi orgullo herido del suelo, lo metí en una bolsa isotérmica y me fui a casa preparándome para ser el autor único de ese noticiero-cómic. Ya que los que estaban arriba no escuchaban una buena idea ni aunque les hicieras polvo los tímpanos, el siguiente paso fue aldeanizarme, convertirme en un campeón del pueblo llano diseñado para salpicar de sangre al pálido empresario de traje gris.

Claro que no contaba con lo que pasó en la última ilustración de esa página de mi historia. La última viñeta de la página de la derecha, en un cómic, se llama «viñeta cliffhanger», y tiene que estar diseñada para crear una ansiedad en el lector y obligarle a pasar la página. Pues bien, en la última viñeta de aquel día que les estoy relatando, apareció algo en mi campo de visión que me obligó a replantearme muchas cosas de la vida, incluyendo mi genial idea del noticiero-cómic. Porque allí, saliendo de detrás de una esquina hasta casi chocar conmigo —primer plano de la cara del protagonista mirando con ojos pasmados hacia algo que aún no se ha dibujado—, estaba…

Rebeca. La mujer que dos años atrás había puesto patas arriba mi mundo. —Plano de conjunto de ambos tropezándose con sonrisa boba frente a un paso de peatones—. Y cuando un hombre, como es mi caso, tiene más complejos que pecas… estos encuentros nunca son fáciles.

Rebeca y yo habíamos sido cuasi-novios, si es que esa categoría existe. El mero estatus llegó a convertirse en una broma privada entre nosotros. Al verme, y tras pedir perdón en modo automático, se echó a reír y ladeó la cabeza como esa clase de paseante zombi que no para de hablar consigo mismo. En su miscelánea de gestos y expresiones, eso quería decir que se sentía avergonzada.

—¡Alberto! ¡Qué casualidad! ¿Cómo estás? —me dijo con su voz suave.

—Bien, trabajando en un periódico que está aquí cerca. ¿Y tú?

—¡Felicidades! Pues sacándome el graduado, todavía. En esta vida no basta con un solo título para triunfar, hacen falta cien.

…Y así, con ese comentario tan casual que escondía el típico chiste para salir del paso, empezó la nueva página de mi vida. La de después del cliffhanger. El modo como su voz abrazó dulcemente aquella escena cotidiana de dos viejos amigos reencontrándose parecía sugerir intimidad, como si se hubiese producido un contacto privado. Con el siguiente plano de situación de los dos sentados en una cafetería, luz oblicua de media tarde:

—…Pues sí, se me ocurrió a mí solito: un periódico gráfico hecho con dibujos. El texto reducido a la mínima expresión y solo para dar datos, los necesarios para comunicar la noticia.

—¡Me parece una gran idea! Aunque algo así creo que ya se ha hecho, o me pareció haberlo visto en Internet.

—Sí, la Red siempre jodiéndole la originalidad a uno. En fin, qué le vamos a hacer. ¿Te gustaría protagonizar una noticia ahora mismo, hacer algo gracioso, para que pueda dibujarte?

De ahí pasamos a plano medio con Alberto en escorzo, Rebeca acabándose el café, su pelo convertido en un acertijo de remolinos en la brisa:

—No quiero que me dibujes, Alberto, no soy guapa tipo heroína-de-cómic.

—Claro que lo eres

—No empieces.

—No empie… ¿qué? ¿Qué se supone que estoy empezando?

—Ya lo sabes. Buf —fugaz mirada sin ver al reloj—, qué tarde es.

Y por último a plano detalle de la pupila de Alberto, medio cristalizada ya por una lágrima, donde se ve la imagen de ella marchándose con su bolso en el hombro, dándole la espalda.

En fin. Como dijo un genio, una vez, «la vida es un cómic».

A pesar de lo mal que terminó el encuentro fortuito con mi ex lo-que-fuera-que-fuésemos-en-aquella-época, proseguí infatigable con el proyecto, y en menos de dos días tuve lista la página de muestra. Versaba sobre las noticias de anteayer, claro, pero ese era un problema que, en caso de que alguna publicación quisiera contratar mis servicios, ya solucionaría. Enterarme de lo que había pasado en el mundo y dibujarlo e imprimirlo para que saliera en la edición de esa misma tarde supondría un trabajo de chinos, pero si me lo pagaban bien…

La vida es algo que construimos a partir de los materiales que tenemos disponibles, igual que los matrimonios o las soledades. Por eso los periodistas somos así: nos gusta mirar por la ventana y fijarnos en los detalles que nadie más ve, o que la gente olvida rápidamente. Un hombre persiguiendo melocotones calle abajo. Una riña entre un motorista y un transeúnte, batalla de gestos silenciada por la distancia. Ante mí, el prototipo básico de una ciudad llamada Cualquiera. Resulta casi cómico, la cantidad de motivos que encuentra la gente para sentirse rebajada ante sus semejantes.

La página era un reflejo de todo ello. Contenía una crónica de los sucesos más importantes de aquel día: un político, al que dibujé gordo y fofo inspirándome en Lex Luthor, peroraba desde un púlpito prometiendo que las fotos que se habían hecho públicas sobre su amante eran pura mentira. Hice que la corbata le estrangulara la garganta hasta que se tragase esa L y la palabra se convirtiera en la correcta: «hecho púbicas».

Luego, saqué a la vedette de turno de la prensa rosa rodeada de perros como un cortejo real, y dividí su caso en dos viñetas en las que se contaba, primero, cómo había dejado por enésima vez a su marido, y segundo, cómo había vendido la exclusiva de que «prometo ser eternamente virgen como forma de honrar y servir de modelo para mis hijos». Nos extinguiremos, como especie, de verdad.

Me paseé por las oficinas de varias publicaciones hasta que una, oh, milagro, me dijo que sí. Iban a pagarme una miseria, al menos al principio, pero algo es algo, y aquello estaba tomando forma y sonido de pistoletazo de salida. Así que me apliqué en cuerpo y alma, dramatizando las noticias más que contándolas de manera aséptica, dejando que mi pincel danzara al estilo Kirby o temblara como un Leialoha para añadir epicidad y volúmenes a lo que de otra forma solo habría sido un anodino «y los representantes de la Cámara Alta firmaron el acuerdo de…». Pronto me di cuenta de que aquello tenía un público, y que —denuncias por la maldita LPD y los derechos de imagen de los implicados aparte— estaba haciendo aquello que siempre había soñado: conseguir que me pagaran por dibujar.

Estaba en el jodido Nirvana, en el puto Shangri-La.

Hasta que, un día, un personaje imprevisto empezó a colarse dentro de mis viñetas sin que yo lo hubiese creado. Al menos, no conscientemente.

Era un personaje femenino vestido con mallas, con un estilo híbrido entre el manga japonés y el cómic norteamericano. También había un poco de influencia española por allí, sesgada, un poco en plan Antonio Guerrero Pinín y los tebeos de Bruguera de los setenta. Resultaba curioso porque empecé a dibujarlo sin darme cuenta, primero como una mano o una sombra que entraba de forma subrepticia en el plano, después como una mirada, y por último como un cuerpo con forma completa.

¿Quién era aquella misteriosa muchacha, y por qué insistía tanto en hacerla partícipe de la acción? Era una especie de heraldo, alguien en plan Lois Lane que entrevistaba al protagonista de la noticia, o salvaba su coche de caer a un barranco, o sacaba a algún anciano atrapado en un incendio. Pero lo que más me extrañó fue su uniforme, aquellos leotardos de animadora tan típicos del mundo de los súper héroes. De hecho, los complementos que le dibujaba —un collar con un broche en forma de pájaro, unas botas que parecían sacadas de un homenaje a Woodstock, una diadema de fantasía— estaban tan claros para mí como si más que invenciones fueran recuerdos. Cosas que había visto en algún momento de mi vida y que ahora salían flotando como islas de mi subconsciente.

De pronto, me di cuenta de por qué me sentía así: ¡eran recuerdos, en efecto! Objetos reales que le había regalado a Rebeca por su cumpleaños o en arrebatos románticos. ¡La muchacha misteriosa era ella! ¿Pero qué hacía allí, en mis páginas, con su capita y su antifaz? ¿Con qué derecho se colaba? Ya estaba mi maldito Id, otra vez, haciendo de las suyas…

Había veces que pensaba que la Rebeca que yo había creado era una negación de la real, un enmascaramiento literal de esa reminiscencia romántica cuyo rostro me observaba desde un paisaje de papel. Iba consumiendo su propio tiempo, haciéndose propietaria también del mío.

Ya que se dejaba caer tanto por allí, acabé poniéndole nombre: Chica de Ayer, era su alter ego de súper heroína. Y yo, que también me dibujaba a mí mismo como parte de las noticias que contaba —a veces entrevistando, a veces víctima—, me bauticé como Cómic Fan. Y así, sin que pudiera controlarlo, mis maravillosas noticias del mundo se fueron convirtiendo en una fiesta de apariciones especiales de estos dos personajes. Pensé que mi editor iba a enfadarse en cuanto se diera cuenta, pero no, lo que sucedió fue justo lo contrario: un día me llamó a su oficina. Pensé que era para despedirme, pero lo que hizo fue felicitarme. Al parecer, los fans de mis tiras cómicas habían escrito e-mails agradeciendo el detalle de introducir personajes recurrentes en las historias. Ya saben, mentalidad de fan.

Todo fue viento en popa hasta que un día recibí un mensaje que iba firmado por una tal Rebeca. Y que me instaba a reunirme con ella en el mismo café de la última vez. Me tomé un tranquilizante, con el corazón a cien por hora, y le contesté que sí, que vale. Que allí nos veríamos. Pasé el resto de la noche y del día siguiente preguntándome qué clase de bronca iría a echarme por haberla convertido en un personaje, sobre todo después de haberme pedido expresamente que no la dibujara. Porque seguro que se trataba de eso. ¿Para qué habría de llamarme, si no?

Al día siguiente, por la tarde, quedamos en un centro comercial que parecía haber albergado tiempo atrás una fábrica de coches. Pero ahora estaba cambiado, limpio como el esqueleto de una cabra. Era un laberinto presidido por una columnata fantástica, un pilar de cemento del que colgaban catedrales de carteles de tiendas. El polvo arrastrado por vientos térmicos había cubierto el suelo con una película fantasmal parecida a limaduras de seda. La gente dejaba sus huellas en ella saliendo de una tienda y entrando en otra, comprando sin parar. Ciclos dentro de ciclos dentro de ciclos.

Rebeca apareció escondiéndose tras una sonrisa misteriosa, que no comunicaba nada pero a la vez estaba llena de segundos y terceros mensajes. Dios, tuve miedo.

—Esto… hola —fue mi genial presentación—. Me tomé la libertad de pedirte un capuchino, sé que es lo que más te gusta.

—Gracias, Alberto. En realidad me apetecía más un zumo de naranja, pero capuchino está bien.

Se sentó. Yo estaba que temblaba por la incertidumbre; ella, por el contrario, transmitía una sensación de calma, con las manos cruzadas sobre el regazo. Sugería la marginación ausente de alguien tumbado al sol.

Nuestras manos jugaron durante un rato al qué pasa-no sé dónde esconderme. Hasta que me atreví a preguntarlo:

—¿Para qué me llamaste? Supongo que sería por lo del periódico… —Frase atrevida que corolé con un tímido—: ¿No?

Ella rio.

—Sí, es por eso. Pero no estoy enfadada, tranquilo. Solo que… ¿Chica de Ayer? ¿A qué viene ese apelativo? Yo me miro todas las mañanas en el espejo y me considero una chica de hoy, no una de ayer.

Esa cosa densa y pesada que me atoraba la garganta era mi nuez.

—Supongo que así es como te recuerdo, Reb. Como algo de mi pasado. Lo que no sé es por qué tu imagen de repente ha invadido mi presente. Por qué me habla.

—Antes me echabas en cara que yo nunca dejaba de hablar.

—Y no lo hacías. Lo que pasa es que hablabas en dos niveles distintos: con la lengua y con la mirada.

—Te apetece interrumpir. Hacer preguntas.

—Mi lápiz es el metomentodo, no yo —sonreí—. ¿Estás casada?

—Divorciada. Pero con gusto. De lo que se trata en los matrimonios es de aprender el lenguaje sin que el otro lo sepa. Así, al final, ambos acabáis hablando una versión simplificada del Siquiero con declinaciones en latín.

—No me acordaba de lo complicadas que eran tus frases. Pareces una escritora. Tu personaje no habla así.

—¿Y cómo lo hace?

Me encogí de hombros.

—No habla. Actúa.

—¿Pega mamporros a los malos?

—Eh… no, no se trata de esa clase de cómic. Es un periódico sin violencia, a menos que la noticia implique peleas o desastres. Tu personaje da la noticia y luego desaparece en la noche, en plan Catwoman. Por cierto, ¿qué es el Siquiero?

—El lenguaje de los enamorados. También hay un dialecto llamado Noquiero, pero ese solo se habla en Soledápolis.

Rebeca me alucinaba. Yo quería conservar mi propia capacidad de sorpresa en un medio opaco, que ella no supiera ver, pero allí me tenía, indefenso ante sus sofismos. La fascinación del macho hacia la inteligencia de la hembra constituye un modo establecido de comportamiento, un estándar, un pacto implícito. Y yo me estaba dando cuenta. Era algo que había olvidado. Ella siempre representó el establecimiento de unos límites que yo creí necesitar en un momento dado de mi vida.

—Dímelo sin rodeos, Reb. ¿Para qué me has llamado? —le pedí.

Sonrió, y bebió de su café.

—Para decirte que la vida no es un cómic, Alberto. Y que si quieres algo, tienes que dibujarlo aquí. —Hizo un gesto extensivo a la ciudad que nos rodeaba, como si fuera un lienzo gigante—. No en tu pequeño folio en blanco.

—¿Y cómo se hace eso? ¿Cómo se dibuja una viñeta que quieres que exista en el mundo real?

—Esa fue una de las razones por la que lo nuestro no funcionó, en aquel entonces —me explicó con cierta tristeza—. No digo que vaya a funcionar ahora, pero sí que puedes dar un primer paso hacia eso tan difícil a lo que la gente llama «poner los pies» en la tierra. Sin abandonar para nada tu mundo de fantasía ni tus aventuras periodísticas, ojo, de ninguna manera te estoy diciendo eso. Pero sin olvidar tampoco nunca que este mundo, el real, es el que verdaderamente importa.

Medité sobre eso largo rato, y al final le dije:

—Pareces dominar bien esa técnica. ¿Cuál sería el primer paso?

—Imagina lo siguiente: plano general de dos antiguos amigos que se han reencontrado después de mucho tiempo, y que pueden volver a hacer renacer su amistad. Ella sorbe de su taza de café caliente y aromático. Esa es la escena. ¿Cómo la dibujarías? —sonrió, sorbiendo de su taza de café caliente y aromático.

Hice un gesto con un lápiz imaginario, silueteando en el aire su figura, y dije, esperanzado:

—No necesito dibujarlo. El mundo real ya lo ha hecho por mí. Te ha dibujado a ti.

—Anda, bobo, tómate tu café, que se te va a enfriar.

—Sí, chica de hoy. Lo que tú digas.