Érase una vez un libro completamente blanco abandonado sobre un mueble, abierto por la página que eligió la circunstancia, junto al retrato de una mujer desnuda que contempla el mar. Érase un sueño decadente, pero armonioso y placentero, con una gramola al fondo que desteje la música grabada en sus surcos. Érase una vez un Ágora llena de libros por cuyos pasadizos y estanterías un lector podía perderse infinitamente, encontrando un sinfín de placer y un confín de eventualidades.

Érase un ambiente de circo, granguiñolesco y burlón, entre cuyos trapecios se inaugura la primavera y hace malabares el invierno. Un payaso vestido de número cinco ejecuta cabriolas ante los pies de otro disfrazado de integral. El resultado de su actuación es un aplauso inconcluso, de media palma, de cuatro dedos.

Esto que vas a leer no es una historia, así que no busques planteamientos ni conclusiones. Aquí no vas a encontrar enigmas ni desenlaces, dramatis personae o personae dramatis. Es, simplemente, una porción de mí.

El día, más o menos, comienza así: me levanto, trato de sobrevivir a la trampa de tiempo entre las seis y las seis y media. Limpio la memoria del sueño para que quepan las rutinas de la vida diaria y olvido algo que me hubiese gustado recordar. No tengo papel al lado de la cama, maldita sea. Me lavo la cara y ensayo el personaje. Dos, tres, cuatro y entra… ¡Laura! Esa soy yo. Trato de retocar el ego para que soporte la crítica de los ojos ajenos. Me gustaría vivir en un mundo de ciegos, más que nada para ahorrarme el maquillaje.

Chaqueta, desayuno, gafas, no soy persona hasta que no lleno el tanque de café. En honor a Murphy, las llaves esperan descojonadas en el último bolsillo. Alarmas arriba y bragas abajo, un último pis antes de la doble vuelta de cerradura. Evito usar la escalera de servicio por coherencia semántica —no me siento hoy con ganas de prestarle ningún servicio a nadie—, hago un gesto de cowboy con las llaves del coche, abro la puerta del garaje silbando algo de Lenon… y ahí está el mundo, encapotado, lloviendo, en proceso de autolavado. Como siempre. ¿A cuánta gente tendría que arrastrar esa lluvia para que la esterilización fuese completa? Ni lo sé ni me importa. Tropemil, como dice mi sobrina. Ella posee la sabiduría de la infancia, así que habrá que respetar su opinión.

Ups (=participio simple de contrariedad). He olvidado enchufar el ambientador. Esparce insecticida y aromas en proporción naturista por la casa. Odio que entren bichos en mi circuito cerrado; ese es un lugar exclusivo para mis manías, un espacio natural protegido para la psicosis. Allí, lo único que puede relevar al sueño son los recuerdos o, en ausencia de estos, las fantasías. Tengo la mesilla de noche llena de fotos de mi novio: una imagen entre pestañas a las cuatro de la madrugada. Alfre rodeado por las sábanas como una mortaja caliente, apartándose con un gesto alado mi pelo de la cara. Nutriéndome con la determinación venérea de su género, con el recio eufemismo de sus caricias, con la puntería de su sexo. Casi me parece oler la fragancia del roll-on con sabor a hombre mientras entro en el coche. Mi flequillo se ha descolocado: lo recompongo por un prurito de simetría y me regalo una sonrisa. Ensayo general concluido. Acelera. Hola, lluvia. Gotaskaen, como dicen en el país ése del chiste.

Agarro el libro en blanco que descansa sobre mi mesilla de noche. Comienza un nuevo ciclo en el Mundo de No.

El día continúa así, más o menos: aunque no consta en los anales, podría ser que mi compañera de trabajo gustara de fumar quinientos cigarrillos por ambiente de la casa, y los encendiera todos a la vez el día de san Valentín para atraer, como el faro a los barcos, algún amor perdido al hogar. Un amor que se sometiera de buen grado a sus veleidades, a sus parafilias con sabor a cuero… y todo con la esperanza de que le fuera devuelto el favor en la otra vida, cuando todos seamos palomas.

Llego al trabajo y ella me saluda. Sus holas son resbaladizos como pastillas de jabón. Me siento ante la computadora y trato de empalmar el día naciente con el final del anterior. A ver, ¿dónde demonios me quedé? A intervalos, el transcurso del tiempo se escurre entre mis lóbulos temporales, haciéndome descubrir la hora del desayuno con un enorme ooohhh estampado en la cara.

—¿Has quedado con alguien para este fin de semana? —me pregunta Jennis, la calidad frutal de su piel empolvada por la luz de las lámparas.

—Sí, bueno… —Hago como si buscase las respuestas en el interior del pastelito, como en los restaurantes chinos—. Es sólo un amigo, nada más.

—«Es sólo un amigo» suena a novio, Laura.

—No, no, por Dios. He vetado el paso de los sentimientos por esa puerta para siempre jamás. A partir de ahora sólo quiero gente en mi vida que me respete y quiera a partes iguales, y que no me deje con complejo de escupidera después de hacer el amor.

—Uhm. «Alguien que me respete y quiera a partes iguales». Eso suena a novia.

Podría haber elegido entre dos opciones: un qué graciosa eres, cariño, opositando frente al prosaico vete a tomar por saco. Jennis sabe bien de lo que habla: tengo ansiedad por que regresen a mi vida las peleas por la tele, por lo mal que colocas los enseres de cocina cuando recoges, porque llevamos tres días sin echar un polvo… Resulta curioso que cuando echas de menos el amor, lo que más anhelas de él es la parte negativa, la que implica que todo lo demás funciona. No se puede lanzar un rapapolvo a tu pareja sin antes haber demostrado que los «perdona» tienen verdadero poder.

Quiero salir y buscar a Alfre. Es una capitulación honrosa: pedirle que me perdone, jurar que no voy a suplicar y deshacerme justo después en lágrimas. Yo siempre cedo, pero también soy yo la que corta, la que rasga, la que destroza la relación y rompe con las promesas previamente inviolables. Quiero encontrarme esta noche con él y que se me enrosque como un oso koala mientras me susurra guarradas al oído. Oh, Señor, cómo de bien suenan las cochinadas cuando se dicen en el contexto del dormitorio. Ni Cervantes podría haber hilvanado tales arabescos de sintaxis. Y luego a la ducha. Amasaría su pelo, coronándolo de espuma; descargaría el agua que cabe en un volumen de esponja sobre sus pectorales, entregaría mi alma para que fuese el cuenco confortable en el que la suya descansa. Es lícito que una infrinja las reglas de sus propios juegos.

A mí siempre me han puesto las palabras, esos vapores modulados que nos salen de los pulmones manchados de cultura. Me gustan los exabruptos y las fricativas, sobre todo si su significado es tan breve como su duración: Cama, Turbio, Fescenino, Astigmatismo… o Pene, así, corta y pringosa. La saboreo y se me llena la boca de labiares y consonantes. Soy la trapecista que escala su cielo de lona, abrazada al dogal como si quisiera conquistar el peligro con una lanza de juguete. Soy la saltatriz, la volatinera del amor, especialista en piruetas sin red ante manos blancas que aguardan al otro extremo. Debo hacer gestos exagerados para salvar la distancia que me separa del público, y hoy ese público es Jennis. Por eso me río como una idiota de sus chistes. Por eso confieso mis pecados a una presunta camarada a la que en realidad dejaría tirada en la cuneta si se me presentara la oportunidad. Visito el lugar de trabajo donde pienso quedarme empleada el resto de mi vida, una librería antigua que parece un Ágora de esos de la Antigüedad remota. Paso varias horas allí, consumiendo páginas, canibalizando libros, absorbiendo información como una loca. Como el robot aquel de la película Cortocircuito.

El día termina así, más o menos: conmigo regresando a casa para deshacerme de lo que queda del maquillaje, a instalarme de nuevo en la rutina del merecido descanso. Me hago la solemne promesa de telefonear a Alfre en cuanto llegue, y para que no parezca un juramento trivial, saco la agenda de la cartera y la cargo en las manos todo el trayecto. Sí… lo llamaré y él volverá. Esta misma noche nos enroscaremos y haremos cosas que jamás confesaríamos a nuestros hijos. Cosas que avergonzarían a cualquier familia respetable de clase media, pero que todas anhelan poner en práctica en cuanto cae el telón. Sueños. Deseos. Genios embotellados en frasquitos de perfume.

Érase una vez. Aprendimos esa frase al amor de la lumbre, al abrigo de los anhelos de la infancia. La aprendimos de los labios del abuelo, de los títulos de crédito de una película, o de las páginas de aquel libro de cuentos cuyas ilustraciones nos parecían tan maravillosas. Pero el tiempo pasa, y conforme nuestra vida se vuelve más y más reglamentada, conforme el hueco que tanto nos cuesta encontrar en el mundo nos constriñe y no nos deja expandirnos en la dirección deseada, aumentamos la fe en la existencia de un lugar donde esas palabras, «érase una vez», posean poder mágico. El poder de transportarnos instantáneamente a un universo donde las cosas sean tan nuevas que sólo con pensarlas se tornen verdades. Su existencia se torna evidente, porque necesitamos creer en él. La lógica se vuelve razón, y la razón, motivo. No hace falta más. No hace falta menos. Solo la magia de una última página en blanco.

Hemos olvidado la Memoria de No.