Cuaderno de Notas. Rafael, químico especialista de farmacéutica.

5/11/2010. 89º59’51’’- S. Base Amundsen-Scott. 12.14 p.m. (horario convenio Nueva Zelanda)

Al bajar del avión de esquís, me golpeó la blancura fosforescente de la Antártida. La mirada pronto distinguió decenas de blancos y sombras pálidas para construir la perspectiva. Es la tierra sin horario dónde confluyen los meridianos. La ironía me dijo que los relojes tamborileaban confusos la eternidad en una contabilidad inútil. Entonces, al crujir el cristal del hielo bajo mis botas, noté un pesar siniestro, como un ruido supersticioso. Tal vez, el primigenio continente Gondwana, lecho de la tierra polar, se cobraría entonces su tributo, con los vientos de mi final. Nunca había pensado en ello, aun conociendo el equilibrismo con la muerte que se danza en el borde del planeta. Es el ánimo encanecido de músculos encallados con el que llegué a esta expedición.

Presentía que era uno de los últimos viajes que realizaría en mi trabajo. Siempre me emocionaban estas misiones a lugares extremos donde el laboratorio me enviaba para experimentar algún fármaco en condiciones extremas, pero últimamente notaba los susurros en mi espalda. Empezaban a cuestionar mi capacidad y les entiendo, hacía meses que empecé a percibir los olvidos, mis ideas confusas cuando el cansancio se descolgaba en mi cabeza, indicaciones que empecé a anotar para no despistarme, por eso he iniciado este diario del viaje, quizá, el último que haga a este lugar. Era la imagen de un estado de ánimo confuso como la atmósfera de la Base a la que me acercaba. Apenas treinta personas ocupaban la Estación tras el invierno de oscuridad rayado únicamente por auroras australes. Mis compañeros de proyecto eran una meteoróloga española y un físico noruego, ambos de insultante juventud. En estos días, mi envejecida mirada detectó el magnetismo irremediable que se tejía en ellos. Irene era una mujer radiante con piel de sol y ojos poderosos, tan parecida a la que había amado toda mi vida, sobre todo, en el vacío de su ausencia. Erik me recuerda a mí mismo, en un remoto tiempo, con demasiado ímpetu y demasiada hambre de vida.

7/11/2010 – 89º05’30’’ S. Expedición AV7. Dir. Oeste. 10.30 p.m.

Formamos un trío coordinado e iniciamos la expedición de la Base. Cien kilómetros fueron vencidos con un vehículo oruga en dirección al Mar de Ross. Temía desfallecer o doblegar mis articulaciones oxidadas por varias congelaciones, o las imprecisiones que notaba en mi memoria desde unas semanas atrás, pero nunca sospeché sobrar en la vida por la pasión indomable de dos jóvenes que se buscaban en cada gesto. La extensión añil del glaciar por la que transitamos nos puso a prueba para instalar el equipo, pero no hubieron incidencias con el grupo electrógeno, la antena de comunicación y los sensores. Los anclajes fueron complicados. El hielo es un cristal áspero de presión pétrea que deformó los taladros. El tiempo parecía reposado en un letargo fresco de -23ºC en este trémulo vacío blanco. Demasiado alta. Parte de nuestra investigación indagará estas variaciones del clima y mis experimentos debían lograr ciertas reacciones en aquellas condiciones extremas.

9/11/2010 – 88º32’10’’ S. Expedición AV7. 100km dirección Oeste, desde B. Amundsen-Scott. 4.10 p.m.

La luz solar regresa a estos confines en una corola tenue de pétalos traslúcidos, magentas y violetas que encendía el horizonte curvo. Irene, sentada en la entrada de la tienda, se afanaba por imprimar este crepúsculo sedoso con acuarela en sucesivos intentos sobre papeles mojados que entumecían en pocos segundos. Incluso el pincel perdía su flexibilidad con movimientos veloces cerca del calefactor. Erik y yo nos cautivamos con su coreografía de ninfa mágica creando un prodigio en esta inhóspita latitud. Guardé los bosquejos congelados que Irene me obsequió.

Erik extrajo cilindros del milenario hielo, mientras, Irene controló cada respiración de la atmósfera y yo capturé partículas solares. El frío extremo talló cristales de hielo flotando en el aire y la luz bordó destellos diamantinos sobre ellos. Apunté mi cámara hacia el horizonte para buscar sombras de referencia y fotografiarlos torpemente. Prolongué mi ausencia del campamento todo lo que pude resistir bajo la brisa polar con la sospecha de que la pareja encontraba así una soledad esperada. Cuando regresé a la tienda me envolvió un aroma denso a pasión que me sonrió recuerdos. Ambos jóvenes se perseguían en la plataforma de hielo, acuchillada de puntas rocosas, arropados por las brasas de sus risas. Pocos habíamos temblado de amor en la latitud 90º Sur, pero ahora lo hacía la dolorosa nostalgia. Un latido de pesar me abrumó recordando la oscura emoción de mi llegada.

Irene pidió mi atención para señalarme el horizonte. Un muro gris de gran altura avanzaba hacia nosotros. Era un vendaval de unos 90 km/h. Solo teníamos veinte minutos para cinchar el equipo y sujetarnos con anclajes a la base rocosa en la que fijamos la tienda. Cerrar los ojos y soportar el huracán era la paciencia indispensable para sobrevivirlo. A través de la doble capa de la tienda se notó el golpeteo de la arenisca de hielo. Al rato, celebramos con optimismo nuestro triunfo a las fuerzas del fin del mundo. Además, comenzó un fenómeno inusual: el halo y presenciamos admirados la multiplicación del sol a nuestro alrededor, pero siento el aleteo de una idea apocalíptica sobre mi existencia y la posibilidad de que se diluya mi memoria y con ella lo admiro ante mí.

10/11/2010 – 88º32’10’’. S. Ruta Expedición AV7. A 20 km del Campamento hacia la B. Amundsen-Scott. 9.23 p.m.

Escribo con fatiga. El vehículo y el grupo electrógeno se deterioraron con la devastación. Esto nos ha obligado a regresar con los esquís. Cargamos los recursos básicos para una travesía de cuatro días hasta la Estación. La temperatura es el enemigo más cruel y mella nuestro ánimo, pero el ritmo de la marcha es adecuado.

11/11/2010 – 88º32’10’’ S. Ruta Expedición AV7. A 36 km del Campamento hacia la B. Amundsen-Scott. Hora: Indeterminada.

El termómetro ha registrado una subida inusual a -19ºC. La plataforma de hielo ha amanecido con estrías acuosas. El hielo se fragmenta y se desvelan oquedades peligrosas. La ruptura del hielo ha producido algún contratiempo con los esquís, pero hemos evitado las caídas. La eternidad extendió de nuevo su claridad prolongando las horas que se derraman.

Sucedió entonces…No la vimos. Nos abofeteó el destino en aquel instante. El estruendo del hielo al desgajarse paralizó nuestra respiración disparando el alarido de la garganta de Irene. Su silueta se desvaneció por la herida del hielo hasta un abismo oculto sin final. El grito infinito de Irene sigue en mis oídos…

Erik giró su rostro hacia mí. Tras sus gafas reflectantes, adiviné su mirada aterrada. Unos surcos en las escamas de hielo de su rostro reveló el lagrimeo tibio de la desesperación. Somos conscientes de que el rescate era inconcebible, y, entonces percibí la sublime despedida de Erik. Apenas pude aullar su nombre en la luz austral mientras aquel hombre saltó por la grieta. No sé las horas que he gritado sus nombres al borde del abismo, los grité por la radio implorando un rescate, los grité a los hielos y al silencio del fin del mundo, los grité…al devastador silencio.

19/11/2010 – Vuelo transantártico en Twin Otter hacia la Base de MacMurdo – 02.10 a.m./horario EEUU).

Sobrevuelo por última vez el mar blanco que se disuelve en estas fechas. No sentí que la lluvia de mis ojos añadían pinceladas a las acuarelas de Irene sobre mi regazo. Escribo esto para no olvidarlo, y si eso sucediera, si mi mente se despeñara como lo hicieron ellos, lo releería para que no desparecieran. Gondwana, esta vez, atrapó un elixir de amor. En el reino de la eternidad suenan los ecos de sus latidos.