Ficha del personaje


 

Gustavo tiene treinta y nueve años, pero aparenta bastantes más. Quizá sea por la mala vida que llevó en su juventud, esa que le chupó las mejillas, cuarteó su piel y enrojeció su nariz para convertirla en esa señal que hacía entender al mundo que hubo un momento en el que pasaba más tiempo en el bar que en su casa. Aun así, su mirada es limpia y sosegada. Las personas que pasan por el surtidor de la gasolinera donde trabaja muchas veces se fijan en la claridad de sus ojos, porque les hacen sentir confianza y una especie de sorprendente paz interior.

En la gasolinera lo respetan a pesar de haber entrado como el enchufado de la familia, hace ya años. Ya casi nadie se acuerda de eso. No es el encargado, porque él no quiere más responsabilidad que la de atender bien a quienes van a repostar, pero todos saben que pueden contar con él para cualquier cosa. Es el primero que llega a su turno y nunca se va sin hacer sus tareas, siempre pulcro y limpio. Sus compañeros bromean con él y le dicen que su ropa tiene repelente contra la suciedad. Ante esto, él sonríe y contesta que todo el mérito lo tiene su mujer.

Alma llevaba media vida enamorada de Gustavo a pesar de saber que era uno de los porretas del barrio y que se pasaba la vida a medias entre la plaza y el bar de Paco. En el fondo, ella sabía que él era otra persona bajo aquella fachada de macarra perdonavidas. Cuando empezó a ver que iba cuesta abajo y sin frenos, decidió tomar cartas en el asunto. Su estrategia de rescate hizo que Gustavo encontrase otra vida junto a ella, esa que siempre había soñado, sobre todo porque no la tuvo de niño.

Alma y Gustavo están casados y tienen una hija, Carlota, que es su gran fuente de alegría. Cuando por las tardes se sienta en el pequeño jardín de la casa que había sido de los padres de Alma para jugar un rato con la pequeña, siente que su corazón explota de amor y de gratitud por esa nueva vida que ha conseguido construir junto a Alma. Carlota le abraza y hunde la nariz en su cuello, haciéndole cosquillas.

—Para, mi vida, que si empiezo a reír no puedo parar.

—Me encanta cuando ríes, papi. Es el mejor sonido del mundo.

Y Gustavo debe girar la cabeza hacia un lado porque, desde que es padre, todo le emociona y le saca esas lágrimas que creyó que ya no existían, esas que llevaban secas durante mucho tiempo.

Gustavo siempre fue muy intuitivo. Sabía cuándo tenía que salir de casa cuando su padre llegaba con unas copas encima y la tomaba con su madre. También notaba cuando un amigo necesitaba un rato para hablar, o cuando alguien necesitaba una palabra amable mientras esperaba en su coche a que el surtidor se parase. A veces, en su trabajo, imagina cómo serán las vidas de quienes paran en la gasolinera, si el hombre que compra chicles estará dejando de fumar, o si la chica que conduce el coche con una L podrá dominar sus nervios y excitación ante el largo viaje que tiene por delante.

No habla mucho, pero sí escucha. Eso es fruto de sus largas tardes de bancos en el parque oyendo los desvaríos de sus supuestos amigos. Durante el día, mucha gente le da pistas sobre su vida, a veces sin saber por qué. Se van de la gasolinera sorprendidos de haberle contado algo sobre sus preocupaciones al hombre amable de mirada azul. Y no saben por qué, pero se van aliviados. Tranquilos.

Gustavo no lo sabe, pero ha ayudado a mucha gente.

Relato



COINCIDENCIAS

La gasolinera está situada a la salida del pueblo, en un punto estratégico donde confluyen varias vías que despachan viajeros hacia diferentes puntos del país. Siempre hay mucho trajín, pero su personal funciona como una maquinaria de reloj bien engrasada. Eso agrada a Gustavo, el saber de antemano que todo tiene un proceso y una rutina le hace sentirse seguro. Ya bastante tuvo con la época de su vida donde no tenía ni idea de lo que le depararía el día siguiente. Ahora saboreaba esa previsibilidad como quien paladea un chocolate con chispas de sal.

Esa búsqueda de patrones también se cuela en el resto de su vida, y se aferra a ellos como el náufrago a un flotador. Incluso encuentra patrones en los conductores a quienes atiende, sabiendo por ejemplo que el hombre huraño que reposta una vez a la semana una furgoneta de reparto siempre se compra una chocolatina y se la come antes de abandonar la gasolinera, o que las dos chicas jóvenes de caras cansadas dibujan una sonrisa radiante en sus rostros cuando abandonan el pueblo tras pasar el fin de semana con su familia.

Gustavo mira el reloj de la multitienda y se da cuenta de que hoy es el tercer jueves del mes, ese en el que viene «la mujer triste». La llama así porque es imposible sondear la profundidad de sus ojos oscuros, vacíos y carentes de vida. Nunca dice nada, solo que le ponga cincuenta euros con veinticuatro céntimos de gasoil normal. La primera vez Gustavo creyó escuchar mal, pero los siguientes meses se da cuenta de que siempre pide la misma cantidad. Y que siempre acude a la gasolinera a la misma hora, a las siete y treinta y cinco minutos de la tarde. Fue al tercer mes cuando se dio cuenta de toda aquella conjunción de variables, y ahí también se percató de que, a los diez minutos de que el Citroën plateado abandonase la gasolinera, un coche de policía pasaba siempre con las luces de emergencia puestas por la carretera que había seguido la mujer.

Una noche se lo comentó a Alma. Le extrañaban tantas coincidencias y algo le decía que esa mujer pálida de manos nerviosas escondía una historia terrible. Alma frunció el ceño, como intentando recordar algo que se le escapaba. No fue capaz de dilucidarlo, pero se dijo a sí misma que lograría dar con la información que sabía que tenía registrada en algún lugar de su mente.

Esa tarde Gustavo nota que, de alguna forma, está esperando a la mujer. Algo le dice que debe hablar con ella, que no puede dejar pasar más meses sin poder ofrecerle una palabra amable para intentar despejar esa niebla tan espesa en sus ojos. Cuando se acerca la hora, se siente incluso nervioso, e intenta apostarse cerca del surtidor donde ella suele parar.

A las siete y treinta y cinco, el Citroën plateado entra en la gasolinera y frena abruptamente ante Gustavo. Su corazón comienza a latir más fuerte y se acerca a la ventanilla. Allí está ella, con el pelo rubio lacio pegado a la cabeza, como si le hiciese falta un buen lavado, y esa mirada perdida. Gustavo le sonríe con amabilidad y ella asiente con una especie de saludo. De pronto se da cuenta de que en la parte trasera del coche hay dos sillas de niños. Es la primera vez que las ve, juraría que las otras veces no estaban. Con esa inquietud rondándole la cabeza le llena el depósito hasta la cifra habitual, que esta vez ella ni siquiera le ha dicho. Ha confiado en que Gustavo lo sabe ya, después de tantos meses.

Cuando vuelve a la ventanilla, se da cuenta de que esa tarde ella está diferente. Por primera vez, le da las gracias y sonríe con suavidad. Cuando arranca, Gustavo se da cuenta de todo y su interior se encoge con dolor. Necesita ir a la trasera de la gasolinera para lograr coger aire y pausar su corazón, que parece salírsele del pecho.

Por primera vez en su vida laboral coge el móvil y llama a su mujer para decirle que ya sabe quién es la mujer misteriosa, que es la madre de las dos niñas que murieron en un accidente de tráfico a pocos metros de allí, cuando su madre aparcó en el arcén para que una de ellas, que estaba vomitando, no se atragantase. Un coche las embistió por exceso de velocidad, y solo se salvó la madre.

Cuando a los diez minutos no ve pasar un coche de policía, sino varias patrullas y una ambulancia, entiende que esa tarde la madre por fin lo ha conseguido. Vuelve a llevar a sus hijas en sus sillitas, sonrientes y felices.