Ficha del personaje


 

José Antonio Pérez era un hombre común con sueños grandiosos. Nació en época de guerra y vivió su infancia pasando penurias. En su casa escaseaba la comida. No llegó a conocer a su padre y su madre falleció de tuberculosis cuando él tenía doce años. Tuvo que ponerse a trabajar en todo lo que le surgía e incluso se vio obligado a robar en diversas ocasiones para subsistir.

La pérdida de su madre fue un hecho que le marcó y quiso convertirse en médico para poder curar a otras personas con esa enfermedad. Aunque no disponía de medios económicos, José Antonio usaba su tiempo libre colándose en la biblioteca especializada de su ciudad para estudiar, aunque sabía que nunca tendría un título ni podría ejercer.

En su veintena conoció a Constanza, una mujer de buena familia que en aquel momento estudiaba en la universidad para sacarse el título de médico. Se enamoraron al instante y, pese a los continuos intentos de su padre de frustrar la relación, acabaron casándose y teniendo un único hijo: Marcos. José Antonio prosperó principalmente como constructor y reformista, lo que le ayudó a poseer terrenos que más tarde convertiría en casas habitables y las alquilaría. No volvió a pasar apuros económicos aunque no perdió el apetito por comer todo lo que podía. Siguió estudiando libros que su esposa conservaba y le traía de vez en cuando algunos títulos que quería leer, con la esperanza de un día retomar su objetivo de ayudar en la lucha contra la enfermedad.

Constanza falleció a la edad de sesenta y ocho años por un ictus que no se consiguió detectar a tiempo. Su marido cayó en depresión y decidió gastar la fortuna que había adquirido durante su vida en todos los libros que podía encontrar. El día que le dijo a su hijo que quería entrar en la universidad para estudiar medicina pasados sus setenta años, Marcos decidió que no había más remedio que internarlo en una residencia de ancianos.

 

Relato



NO ES EDAD PARA CAMBIAR EL MUNDO

Don José Antonio era el hombre con más vitalidad de la residencia. Cuando se acercaba la hora del almuerzo, mientras el resto de nosotros necesitaba ayuda para acudir al comedor, él hacía retumbar su entusiasmo por dondequiera que estuviese y se ponía en marcha de inmediato. Era sorprendente teniendo en cuenta que siempre ponían alimentos hervidos y escasos de sal. No se puede decir que acudiera corriendo; no era rápido como no lo éramos ninguno a nuestra edad —excepto Encarna cuando tenía la necesidad de ir al servicio—. Pero no cesaba en su intento de parecer joven a cada momento.

La mayoría de nosotros lo mirábamos con desdén. No entendíamos por qué fingía ser diferente. Se negaba a ver la realidad de que estábamos en nuestra última etapa y que ya no teníamos la libertad para decidir nada. La mayoría no estábamos allí por voluntad propia. Nuestras familias nos habían relegado a un segundo plano porque no querían asumir el lastre que suponía estar pendientes de nuestra salud y nuestras carencias.

Hasta donde sé, don José Antonio nunca contó exactamente cómo acabó en la residencia. No se sabía cuál era su situación familiar. Se oían rumores de que tenía problemas psicológicos y que era cuestión de tiempo que se lo llevaran a un psiquiátrico especializado pero, si los cuidadores sabían algo, no lo decían.

Un día, tras el desayuno, nos llevaron al patio para tomar el aire fresco. Esperaron a que casi todos nos hubiéramos ido para hablar con don José Antonio un momento. Al ser yo uno de los residentes más lentos por mis problemas en las piernas, aún estaba cerca y pude percatarme de la escena. No alcancé a oír lo que le contaron porque lo hicieron casi susurrando, pero nunca lo había visto así. Estaba de pie y lo vi derrumbarse sobre la silla. Los brazos casi se le descolgaron de los hombros como si ya no fueran suyos. Se le dibujó una expresión de horror. La boca se le arrugó, la mirada perdió la luz que siempre tuvo y le brotaron lágrimas por doquier.

—Yo… Yo quería cambiar el mundo. Quería cambiar el mundo. Todavía puedo, ¿verdad? —preguntó agarrándole el brazo al cuidador— ¿Aún puedo?

Nadie pudo responderle.

Preferí no contárselo a los demás.

A los pocos días, durante el ratito que nos sacaban a la terraza para tomar el aire, miraba el muro que nos separaba del mundo real y le oí susurrar algo:

—Aún puedo.