Ficha del objeto

 
 

El árbol era más alto que la media de su especie, y dibujaba una sombra redondeada a su alrededor. Sus hojas no habían perdido el verdor con el paso de los años, y seguía floreciendo cada primavera, aunque cada vez le costaba más. Era mayor, y eso se notaba: lograr que sus flores fuesen tan vistosas como siempre lo habían sido ya no le era tan fácil como en su juventud.

Lo llamaban árbol de magnolia, y con ese nombre se conformó al ver la admiración que suscitaba cuando se convertía en una nube de flores blancas y rosas, tan aromáticas que podían llegar a marear. La gente se paraba por fuera de la valla del jardín que le separaba de la calle e intentaban tocar sus aterciopelados pétalos, y él se dejaba. Le tocaban con respecto, con caricias que hacían que su savia corriese más deprisa.

Siempre había vivido en aquella casa, la enorme vivienda de una de las familias de renombre de la villa. Era parte de su encanto, enclavado en una de las esquinas que delimitaba el extenso jardín. Había visto pasar tres generaciones de la familia hasta que algo pasó y ya no les volvió a ver. Ahora la casa era la sede de un centro musical, una especie de conservatorio moderno, y al árbol le gustaba mover sus ramas al son de las piezas que se escuchaban a través de las ventanas.

Ya no conservaba muchos amigos: de los que ya estaban cuando fue plantado en el jardín, solo quedaba una recia palmera que hacía tiempo que había enmudecido. De resto, había ido viendo cómo nacían, crecían y morían decenas de rosales, parterres de lirios, muros de jazmines y aromáticas madreselvas. Por último, ya no decía nada a los recién llegados: no quería volver a perder a alguien a quien le uniese algo parecido al afecto.

El árbol sabía que estaba al final de su larga vida, lo notaba en muchos pequeños detalles. Ya no le era tan fácil atraer pájaros y ardillas, ni mantener los pétalos de las flores pegados tanto tiempo. Pero se había conformado, y ahora se dedicaba a ser un mero espectador de la vida que pasaba a su alrededor.

 

Relato

 
 

LOS ÚLTIMOS GOLPES

Aquel día la música que se oía a través de los ventanales era una sonata de Bach. Se notaba que aquella era una clase de alumnos intermedios, porque de vez en cuando se escuchaban algunas estridencias y en una ocasión el profesor paró la clase para dar calmadas instrucciones. El árbol agitó levemente sus ramas, suspirando. Aquello no se parecía nada a las veladas musicales de las que disfrutaba con Armando y Catalina Pineda, hacía ya tres generaciones.

En aquellos tiempos los invitados llenaban los jardines con sus murmullos alegres, y el árbol de magnolia era uno de los preferidos para acoger a algunos de ellos en el banco que se asentaba bajo sus hojas. Allí había sido testigo de toda clase de emociones: desde dedos que subrepticiamente se buscaban al amparo de unas opulentas faldas de seda hasta discusiones hirientes protagonizadas por susurros, e incluso había visto cómo dos amigas planeaban su huida juntas para no tener que casarse con hombres que les repugnaban. Siempre había acogido a gente bajo su fragante copa, sobre todo en primavera, cuando la savia empezaba a correr más rápido en él y las flores emergían como alas de ángel en las puntas de sus ramas.

El árbol se estremeció, notaba que estaba viejo y que ya no le quedaba mucho tiempo. En parte lo agradecía: había vivido una larga vida llena de mariposas, pájaros, lluvias frescas y caricias del sol. Lo habían cuidado con mimo, era el orgullo del jardín de los Pineda, y así fue hasta la última generación, esa que llevó a la familia a la ruina y que obligó a vender la casa. Nunca olvidaría las lágrimas de Ana, la hija menor, cuando fue a despedirse de él. La había acompañado desde pequeña, ofreciéndole cobijo para sus horas de dibujo, sombra para sus juegos de muñecas y tranquilidad para sus pensamientos de adolescente. Ahora tenía que dejarle, y el árbol también lloraba gotas de rocío que brotaban espontáneamente de sus hojas.

Desde entonces, aquel jardín se había convertido en un espacio público al ser parte del conservatorio de la ciudad. Ya no se cuidaba tan bien como antes, la gente que lo transitaba era menos cuidadosa y sin ningún tipo de respeto apagaba colillas en su tronco, pero la belleza de sus hojas frondosas y su nube de flores solía atraer a aquellos que buscaban descanso para su alma.

En los últimos meses, un chico adolescente le visitaba con frecuencia. Salía de la clase de música con una mochila a la espalda y un maletín —una flauta o un clarinete, quizá— en las manos, y siempre pasaba unos minutos sentado bajo sus ramas. Era un muchacho guapo, delgado, con grandes ojos azules y expresión bondadosa. El árbol percibía en él una sensibilidad extrema, de esas que, a veces, hacen que la vida no sea demasiado fácil.

Fue una tarde de mayo cuando pasó el incidente. El chico vino a sentarse un rato bajo el árbol sin percatarse que unos pasos le seguían. El árbol sintió unas risas roncas, de esas que traman algo malo, y con esfuerzo abrió todos sus poros para escuchar mejor. Eran dos, y cuando llegaron frente al árbol, algo parecido a la furia le invadió. Conocía a los de su calaña, llevaba demasiado tiempo en el mundo para saber que aquellos dos eran unos abusones de los peores: de los que, en el fondo, son unos cobardes.

—Así que aquí es donde se esconde el rarito —dijo el más bajo y fornido, con un sonsonete que imitaba a las canciones infantiles—. ¿Vienes aquí a llorar, niñato de mierda?

El otro se rio por lo bajo y dio un paso amenazante hacia el chico.

—Danos la pasta o te metemos el clarinete por un sitio que no creo que te guste mucho. Y no te hagas el loco, que sabemos que tu mamaíta está montada, no le importará que pierdas tu cartera.

El chico se puso de pie, temblando y aferrando su mochila. El maletín había quedado en el suelo, y el bajito le dio una patada.

—Venga, nenaza, ¡que no tengo toda la tarde!

Y le dio un empujón en el pecho. En ese momento el árbol se tensó como cuando hacía frente a una tormenta. Convocó todas las fuerzas que le quedaban y las lanzó hacia sus ramas. Una de ellas golpeó al más alto en la espalda, como si de un látigo se tratase, y el bajito, al ver lo que le ocurría a su amigo, se desequilibró al tropezarse en una raíz que de pronto había emergido de la tierra. Los ojos del chico se agrandaron, incrédulos, mientras veía cómo el árbol ejecutaba una danza de la muerte con aquellos dos abusones. Solo se escuchaban quejidos, golpes y, finalmente, gritos aterrados.

El polvo del parque se levantó como una nube ante la carrera desesperada de los dos matones. El chico expulsó el aire de sus pulmones con sonoridad y cerró los ojos, aliviado. Una de sus manos acarició el tronco del árbol, a la vez que apoyaba su mejilla sobre él. «Gracias», susurró, y notó cómo empezaban a caer las hojas y flores a su alrededor, como una nieve fragante y delicada. Un suave estremecimiento sacudió al árbol, como un lejano murmullo. Entonces supo que por fin, acunado por ese último gesto de gratitud, podía cerrar los ojos y dejarse llevar por el cántico más antiguo, el del descanso eterno