Ficha de objeto:
A simple vista puede parecer una bola negra, idéntica a la clásica número 8 del billar. Esta bola tiene un brillo extraño, como si estuviera maldita. No refleja la luz de forma normal, en su superficie parecen moverse sombras retorcidas.
El poder que tiene esta esfera es incomprensible para el ser humano. Quien la coge siente un inexplicable zumbido, como si un hilo invisible tirase de su alma. Lo más inquietante ocurre cuando se coloca en una mesa de billar. Si la diminuta bola cae en una tronera, su superficie se vuelve translúcida mostrando un número. No se trata de una puntuación, sino de los días de vida que le quedan a la persona que está más cerca.
¿Quién será el próximo en verla rodar?
Relato:
Los tres días del hombre solitario
La noche en aquel local de carretera parecía tranquila. Los transeúntes se sentaban en los taburetes altos, bebiendo en sus vasos casi vacíos mientras el humo de sus cigarros se evaporaba en el ambiente, bajo la tenue luz de los focos e impregnando de nicotina el contenido del local.
El crepitar de un tocadiscos se escuchaba de fondo sin interrumpir las conversaciones de los clientes habituales. La mayoría de gente que estaba en aquel local eran clientes habituales, hombres y mujeres que charlaban y brindaban, encontrando un lugar de reencuentro y olvido en aquel bar.
En la esquina más alejada, un hombre preparaba su siguiente tiro en el billar. Llevaba una chaqueta de cuero gastado. Un hombre cuyas manos parecían las de alguien en las que el tiempo no pasa en balde y con cicatrices de haberlas usado en más de una pelea.
Los dedos se tensaron alrededor del taco, mientras su mente calculaba todas las posibilidades. Exhaló el humo de su cigarro y golpeó la bola blanca con la precisión de alguien que había jugado muchas veces contra su destino. En el momento en que la bola blanca chocó con el resto, todas empezaron a girar.
La bola número 8 iba con más elegancia que el resto. El murmullo del bar pareció apagarse por un breve momento. Solo estaban aquel hombre, el taco de billar que sostenía con sus manos y las bolas que chocaban entre sí.
La bola negra viajaba por el tablero intentando esquivar el resto de colores. A medida que se acercaba a la tronera bajaba su velocidad, fruto del presagio que marcaría el destino de aquel hombre. Antes de llegar a su meta, aquella esfera oscura chocó con el borde de la mesa para caer después por la tronera más cercana al jugador.
El jugador sintió que había algo que estaba mal. Las luces del local comenzaron a parpadear. Las mesas se movían con un crujido sordo como si el suelo estuviera inquieto. El murmullo que se escuchaba segundos antes en el bar se convirtió en un eco distante. El hombre se asomó a la tronera. Ahí estaba la bola, engullida por la oscuridad.
Su rostro apareció en la superficie pero no sentía que era él. Tenía la tez arrugada como un dátil y los ojos hundidos, decorados con surcos pronunciados en su piel. Su pelo no tenía el color avellana de antes, estaba marchito.
En la negrura de la bola solamente se podía observar un número como si estuviera forjado a fuego. El hombre intentó gritar, pero su reflejo en la bola susurró el número:
«Tres días»
Dejó el taco de billar y dio unos pasos atrás, tropezando con un vaso que estalló en el suelo. De repente la gente que estaba bebiendo en la barra levantó la vista observándolo. No parecían inquietos, quizá para ellos nada había cambiado.
Se frotó el rostro con sus callosas manos, intentando despertar de aquel mal sueño. De repente, una voz rasposa se escuchó desde la barra.
— ¡Menuda mala apuesta has hecho, amigo mío!
La persona que había hablado era un hombre ataviado con un sombrero envejecido. Aparentaba más años que el jugador, quizá fuese porque tenía marcas en el rostro de haber trabajado al sol o bien por falta de cuidado. En sus labios sujetaba un cigarrillo apagado y sus dedos jugaban con una ficha de póquer negra.
Se acercó al jugador del billar y lanzó la ficha en la mesa.
— Tres días… después de eso el juego se termina.— dijo el desconocido con una sonrisa ladina.
A medida que el jugador sentía el peso de la bola ocho en sus manos, la presión crecía en su pecho. Se negaba a creer lo que estaba ocurriendo o que fuese verdad que una simple bola pudiera discernir el tiempo que le restaba de vida. Volvió a colocar la bola en la superficie de la mesa de billar y tras unos escasos segundos la bola recobró su estado inicial desdibujando el rostro del jugador y el número que anteriormente había aparecido.
Frenéticamente comenzó a sacar e introducir de nuevo la fatídica bola en las distintas troneras de la mesa con idéntico resultado en cada una de las tiradas: tres días.
Sus ojos pasaban de la bola a su acompañante y con expresión de pánico le exigió respuestas:
— ¿Qué juego? ¿Quién eres tú?
— Alguien que ha visto el final de esta partida muchas veces.
El jugador salió del local con la aceptación de que el tiempo ya había empezado a correr y se encontraba en la etapa final de su vida.
Todo el mundo sabe que nadie es capaz de luchar contra el tiempo y el destino.