FICHA DEL OBJETO
Se trata de un vídeo de marca Sharp, de esos que se vendían en los años ochenta para reproducir cintas de VHS. Es rectangular, de color plateado y de carga superior, es decir, que al apretar un botón surge hacia arriba la carcasa dentro de la cual tienes que meter la cinta de vídeo, y luego empujarla hacia abajo con los dedos para que la «cargue». Unos botones muy gruesos en el frontal del aparato llevan inscritas las órdenes mágicas que lo ponen en movimiento (Play, Stop, Rewind, Fast Forward, On, Off). Y tiene adosado todo un elemento de lujo para su época, un mando a distancia, pero no inalámbrico porque esa tecnología no surgiría hasta mucho más tarde. Este mando está unido físicamente al reproductor por un cable, aunque sus tres metros de longitud resultan muy incómodos si la habitación es grande y el usuario se halla sentado en un sillón que esté a mayor distancia que esa del aparato.
RELATO: EL REPRODUCTOR VCR MÁGICO (¡REBOBINE, POR FAVOR!)
Su dueño lo compró en un rastro, en una ciudad en la que estuvo de paso y por la que nunca más volvió a pasar, y se lo trajo a casa pensando simplemente en donarlo a la asociación de coleccionistas vintage en la que estaba apuntado. A primera vista era un vetusto reproductor de cintas de vídeo VHS normal y corriente, esos dinosaurios que han sobrevivido no se sabe muy bien cómo al paso de las décadas, y que hoy en día parecen mamotretos antediluvianos con una voraz boca rectangular que se lo traga todo.
La cosa cambió en cuanto aquel hombre, que se llamaba Tomás, llegó a su casa y trató de conectar el vídeo a la corriente para ver si funcionaba. En la asociación de retronautas (un nombre muy bonito para designar a los fanáticos de la tecnología de décadas pasadas en la que estaba metido) a la que pertenecía, que se hacían llamar los Retroardados, un cacharro viejo adquiría valor si todavía podía usarse para la función para la que fue diseñado. Por ejemplo, cualquier ordenador doméstico de los ochenta, tipo Spectrum, MSX o Commodore, era bienvenido siempre y cuando pudiera enchufarse y arrancase. Otra cosa es que alguien supiera manejarlo, hoy en día, y supiese desvelar sus ignotas funciones. Pero si el aparato no era una ruina muerta e inerte, sino que la vieja hechicería de los 12 voltios podía resucitar del olvido sus entrañas… amigo, ahí la cosa cambiaba. Entonces todo el mundo daba saltos de contento, y el miembro en cuestión del grupo que había conseguido aquella joya elevaba mucho su estatus dentro de la organización.
En este caso, Tomás había encontrado el reproductor VHS de marca Sharp en un mercadillo, y sus ojos se le fueron a él lanzando chiribitas. Después de adquirirlo por el ridículo precio de treinta euros, tras la consabida lucha de egos y de regateos entre vendedor y víctima, quiero decir, cliente, se lo llevó al coche muy contento. ¿Este trasto aún funciona, señor? ¡Oh, por supuesto que sí, no tiene más que enchufarlo! Claro, y yo me lo creo, en fin… Lo probaré cuando llegue a casa.
Para sorpresa de Tomás, aquel vendedor de rastrillo no le había mentido. El Sharp funcionaba. Y guardaba en sus entrañas una sorpresa que ni siquiera él se habría esperado, en sus más atrevidos sueños.
El aparato ya tenía una cinta introducida en su carcasa interior, cosa muy rara de ver porque normalmente los antiguos dueños, cuando se deshacían del aparato, siempre sacaban cualquier cinta de vídeo que pudiese contener. Pero, en este caso, el dueño no lo había hecho, y allí dentro esperaba, aguardaba, acechaba… la cosa más increíble que Tomás hubiese visto nunca en toda su vida: el VHS de una película llamada Ven a mi mundo, protagonizada por unos jovencísimos Jim McRaney y Alice Shields. Era una pareja actoral de aquella década, y de finales de los setenta, que Tomás había visto en joyas inencontrables hoy en día como la salvaje Sacramento ninja, o la violenta y descarnada Aquella carretera que no venía señalada en el mapa. Auténticas joyas casposas de videoclub.
Casi en estado de shock, Tomás cargó otra vez la cinta en el reproductor y le dio al botón de rebobinar. Esa era una de las costumbres más expandidas de la década de los ochenta, el devolver las películas a los videoclubes sin rebobinar, de modo que el dueño se enfadaba porque tenía que usar su propio rebobinador (un aparato creado exclusivamente para tal fin, que no reproducía contenidos sino que simplemente bobinaba los carretes a gran velocidad) para llevarla hasta su punto de inicio. Hasta el principio de la cinta. Cuando esta en concreto saltó con el consabido click de llegada al punto cero, el dedo nervioso de Tomás presionó ansiosamente el PLAY.
Lo que ocurrió entonces fue uno de los sucesos más extraños de la historia del universo euclidiano. Y me refiero a lo que llevamos registrado desde que el primer simio inteligente alzo la vista al cielo nocturno, apuntó con su dedo peludo a uno de esos luceros eternos y susurró la palabra «estrella».
El televisor, que estaba conectado al reproductor mediante un cable de interfaz especial que traducía la antigua señal RGB a los modernos streamings de alta densidad, se iluminó. Apareció un logotipo muy antiguo, de esos que tienen aspecto de haber sido inventados siguiendo una moda que feneció el día en que Janis Joplin llevó su primer vestido estampado de flores a un escenario, y que consistía en un escudo que llevaba grabadas dos espadas cruzadas, un dinosaurio y una bandera americana. Todo muy coherente, sí señor. Entonces, la película comenzó: unos títulos de crédito integrados malamente sobre unos planos de Malibú Beach y sus chicas en bikini y sus surferos. La voz de la sensual Alice Shields invitó al cinéfilo que estuviese viendo en esos momentos la película a que se dejase llevar por la magia y apretase una combinación concreta de botones en su mando a distancia (que, en la época en la que se grabó esta película, todos tenían cable; aún no habían sido inventados los mandos inalámbricos). Era algo así como dos veces Play, una en rebobinar, otras dos en Fast Forward, y al final el Play y el Stop a la vez. Un juego de niños.
Encogiéndose de hombros, porque al fin y al cabo en su niñez él no fue una rata de biblioteca sino un hámster de videoclub (así salió tan peludo, él), Tomás sonrió y decidió seguirle el juego a la voz. Hizo lo que le pedía, pulsó los botones del mando en el orden correcto…
Y entonces sucedió lo increíble. Lo imposible. El milagro.
Hubo un estallido de luz momentáneo, como si un relámpago hubiese clavado su quebrada cabeza en el patio de atrás, y Tomás desapareció de su salón de estar. Ya no estaba en su pueblo, en su ciudad, en su país. Se encontraba en la playa de Malibú de la película, llena de gente en bañador, de olas rompientes, de surferos que cabalgaban tablas sobre ellas al son de canciones de los ochenta que salían de radios de esas enormes con dos altavoces y platinas gemelas para cintas de cassette.
Había entrado en la película.
A su lado estaba la sin par Alice Shields, en bikini aunque con una toalla enrollada en torno a las caderas. Lo miró con una amplia sonrisa para darle la bienvenida, y Tomás estuvo a punto de sufrir un infarto de miocardio, del susto. Probablemente no lo sufrió porque no estaba en el guion.
Ella le pidió que no se asustara, porque habían usado un antiguo hechizo para poner en contacto ambos mundos, el real y el de las 625 líneas de resolución, usando como puerta el VCR mágico y la cinta. Tomás tardó unos minutos en digerir aquello, pero o bien se había vuelto loco o aquella demencial situación estaba sucediendo de verdad. ¿Le daría la espalda, ya fuese una cosa o la otra? ¡No! Esto era lo que llevaba toda su vida esperando, desde que era niño, y no se iba a retirar a su aburrida vida cotidiana simplemente porque tuviera miedo. Aunque solo hubiese una explicación cabal para lo que estaba pasando, y esta tomara por el sendero de la esquizofrenia, a él no le importaba. ¡Viva la esquizofrenia si se manifestaba de esta manera! ¡Vivan los pabellones psiquiátricos y su dieta de olanzapina con gofio! Él firmaría dos veces sobre la línea de puntos, si era menester, todo con tal de quedarse a vivir para siempre allí dentro.
Nunca más se supo de él, ninguno de sus familiares y amigos volvió a oír hablar nunca más de Tomás el miembro de la sociedad de Retroardados. Ni la investigación policial que se abrió tras su desaparición arrojó ninguna pista, ni su novia volvió a recibir nunca más un mensaje de móvil o un emoticono de saludo por su parte. El chico, a todos los efectos, se había volatilizado.
¿Qué fue de aquel raro y viejo reproductor de cintas? Acabó en el almacén de la sociedad de retronautas como uno de sus tesoros más valiosos, que solo sacaban en las ferias para mostrárselos al público y sentirse orgullosos de su actividad de arqueología tecnológica friki. De vez en cuando, otro miembro del grupo desaparecía también sin dejar rastro, y nadie sabía por qué. Una leyenda negra empezó a circular por aquel grupo, sobre que la gente se volvía chiflada y se tiraba por puentes, o emigraba a países lejanos o tonterías así. Lo cierto es que los que se iban a veces aparecían, muy de fondo, dibujados en las carátulas de películas apolilladas de VHS que la gente se compraba en los rastrillos. Sí, eran ellos. Y siempre tenían enormes sonrisas. Fuera donde fuese donde se hubiesen marchado, se los veía tan contentos como si estuviesen en el paraíso catódico.
Un día, una mujer vino a llevar el reproductor mágico. Pagó por él una buena cantidad de dinero, que saneó las cuentas de la sociedad y les dejó una buena cantidad para seguir invirtiendo en sus vicios. Ella solo quería el VCR. Se lo vendieron, y cuando la chica se marchó los retronautas que estaba aquel día en el local comentaron, elogiosamente, cuánto se parecía aquella hermosa joven a una estrella del cine de serie B de los años setenta, una tal Alice Shields.
Corre el rumor que se ha visto el reproductor VCR mágico en algunos rastrillos de pueblos demasiado pequeños como para llegar hasta ellos a menos que cojas, por error, Aquella carretera que no venía señalada en el mapa. Pueblos como Moral de Calatrava, en España, como Pattada en Cerdeña, o como Calderhead en Estados Unidos. Se convirtió en una leyenda para los buscadores de tesoros vintage, que desde entonces recorrieron los lugares más remotos e improbables para intentar encontrar esa joya de coleccionismo, ese aparato de los ochenta que contenía una película que, según decían, nunca se había rodado, y nunca visitó las estanterías de ningún videoclub. Aunque esto último era falso, porque durante un breve periodo sí que se puso al alquiler en un videoclub de barrio llamado Hitchcock, al que los niños de la zona llamaban familiarmente jichok…
… Pero esa es otra historia, y deberá ser contada en otra ocasión.