Ficha del lugar

Para llegar al mar se repta por una carretera estrecha que serpea por la ladera. Se alcanza una media montaña roída por las envestidas implacables de los alisios y donde se abren dos caminos por los que transitar a pie.

Uno lleva a un barranco frondoso por el se descuelgan brezos, laureles y aceviños. Allí suena la música del agua con su goteo piano o su murmullo sostenido por cascadas y arroyos improvisados en días de tormenta. Pero antes, hay que adentrarse por un bosque de pinos donde la voz del viento forma una coral polifónica, siempre armónica con sus allegros, fortes o silencios de niebla. Otro conduce al mar por la vertiente sur. Discurre a cielo raso por un sendero de roca volcánica desmenuzada por las huellas que horada el tiempo y sus cómplices. Dragos altivos que saben de su belleza y palmeras que danzan al compás de brisas y vientos. Margaritas y otros rastrojos salpican el paisaje ocre y azabache. Las pardelas avisan de que el cielo es suyo. El ronroneo del mar y su aroma a salitre ascienden por el sendero resbaladizo. Dos kilómetros en bajada hasta llegar a un acantilado. Mirador desde el que contemplar el océano y su horizonte infinito. Y en su base, el espectáculo de una playa distinta.

No es del color de la obsidiana triturada, ni del oro en polvo. Es una extensa orilla de una fina arena rojiza. Resplandeciente mojada, polvorienta cuando las olas no la alcanzan, y misteriosa en noches de luna llena. Su nombre es Almagre y su acceso es solo para expertos escaladores. Lo que la convierten en un lugar deseado como se ansía tocar la luna llena, pasear por San Borondón o recorrer las ocho islas canarias en el Sunbeam de la viajera y escritora victoriana Annie Brassey. Un violento cruce de corrientes y remolinos impide fondear a nave alguna. Y un faro deshabitado se yergue sobre un prominente roquedal en el extremo oriental de la playa solitaria.
Dicen que cuando la marea baja, quedan al descubierta cuevas que quizá guarden algún tesoro sepultado por piratas suicidas y pasadizos que conducen a lugares ignotos.

Relato

EL FARO DE ALMAGRE

Después de terminar la llamada, necesité la mar como el naufrago el avistamiento de un barco que lo salve. Así que busqué una orilla solitaria sin más compañía que el rugido de las olas, el canto de la pardela chica y el encaje cambiante de la espuma salada. Dejé el coche en la base de la Media Montaña. La niebla huía hacia los pinos y al otro lado, el océano cerúleo se extendía entre brumas.

Era una tarde de invierno. Se escuchaba el retumbar del oleaje en las entrañas de las cavidades submarinas. Y no quería más abrigo que la fuerza voraz del Atlántico. Desatado, auténtico y salvaje. Zigzagueé bajo una llovizna dulzona al principio y salobre a medida que descendía. Las palmeras se sacudían la gotas de encima y los dragos, impasibles, se dejaban acariciar por los hilillos de agua. Me cubrí con la capucha y sentía el aire húmedo contra mi rostro. Así, no ocultaba lágrimas ni desamparo.

Me senté en el borde del acantilado. Ruido intenso de callaos rodando en la orilla de la mar acallaban mis pensamientos que crepitaban despedidas. Dolor a rotura de la femoral que nos unió. Recuerdos que se desangraban sin cielo azul y ante los borbollones de mar que ascendían como géiseres.

La arena de la playa era de un rojizo intenso. Parecía pintada con una brocha ancha. Me dejé arrastrar por la inercia del vaivén de las olas hasta que un haz de luz reverberó. Miré a todas partes pero la oscuridad y los nubarrones cubrían el lugar. Decidí regresar, pero de nuevo la luz salpicó la orilla, las rocas y el mar. Provenía de aquel faro abandonado. Pensé que tal vez lo habían puesto en marcha con un nuevo sistema automático. Sentí la curiosidad de verlo de cerca pero no conocía vía alguna que me llevara. No sé con qué medios lo construyeron a finales del siglo XIX. Ni si el acceso era solo por mar después de esquivar corrientes y remolinos. Bordeé el acantilado en la certeza de encontrar una ruta. Era una mujer con los sentimientos entumecidos, pero la curiosidad me zarandeó y me devolvió el hálito juvenil de descubrir caminos. Recién cumplidos los cuarenta, la vida me proveía de la emoción del instante. Y boté por aquella pared basáltica, un pasado que me cuarteaba el alma como el fondo de una laguna reseca.

Encendí la linterna del móvil en el crepúsculo de la tarde. La lluvia y la maresía me azuzaban. La luz del faro me alumbraba a ratos y, en una de sus ráfagas, vi una vaguada entre tabaibas y cardones. No tenía la certeza de que fuera el comienzo de un sendero, pero descendí a su interior. Había practicado escalada en rocódromos y, pese a la pared resbaladiza, bajé sin dificultad. Seguí una vereda que se insinuaba libre de obstáculos, pero a veces me tropezaba con tozudos cardones que la cerraban. Caminé deprisa antes de que la noche me alcanzara. Y a media que me acercaba al faro, las ventanas se asomaban iluminadas. La cal rojiza y blanca tenía múltiples muescas de desconches y llegar hasta su puerta me llevó avances y retrocesos entre rocas, azotes de olas y golpes de viento. La puerta no tenía candado alguno, pero por más que empujaba no se abría. Las preguntas se sucedían mientras la noche llegó con sus sombras. En el último empellón, la puerta cedió. El habitáculo estaba en penumbra. Antes de llegar a la linterna encontré un espacio con una pequeña sala, cocina y dormitorio. Permanecía limpio y en orden. Alguien se preocupaba de mantener con vida al faro en aquel lugar tan inaccesible. La curiosidad y el miedo se cruzaron. ¿Quién vivía allí? A pesar de que llamé voz en grito nadie me contestó. Los rugidos del mar y el viento gemían en aquel auditorio cilíndrico. Inspeccioné la linterna y la balaustrada que la rodeaba sin poder asomarme. Abrí un par de latas y me preparé un té inglés en un hornillo. El Vivace de la olas me sumió en un sueño profundo.

A la mañana siguiente, el sol se precipitó por una ventana circular y me despertó. La mar reverberaba celeste. La marea estaba baja. Aspiré el aire marino. Di un largo paso por la playa y descubrí unas huellas de pasos que se perdían en cuevas y pasadizos. Tuve la tentación de seguirlas pero decidí volver a casa.

Cuando conté mi andar descalza por la playa rojiza, nadie me creyó. Mucho menos, cuando hablé de mi estancia en el faro y de las pisadas recientes sobre la arena. Llegué a dudar si lo soñé o si fui la última farera de Almagre. Así que hoy regreso para adentrarme en el laberinto del acantilado.