¡Estábamos perdidos!
Once de la noche y sin saber cómo llegar a la maldita fiesta de Violeta Jhons.
—Oye, déjalo. Volvamos a casa. Ya mañana les decimos que nos perdimos, a pesar de su mapa o gracias a su mapa —dijo mi esposa medio adormecida, tal vez acunada por la cantidad de curvas que atravesábamos en una noche cerrada.
—Si logro salir de este laberinto de carreteras estaré encantado. El GPS no funciona. El teléfono está sin cobertura y no queda un alma a quien preguntar.
Tampoco sabía cómo habíamos llegado hasta allí. Tal vez era el cansancio, pero ya no recordaba cuándo nos habían invitado y por qué y aunque presuponía que Violeta era una amiga de mi esposa no tenía ni la más puñetera idea de quién era.
—No me has hablado de ella. ¿Quién es Violeta?
—Pensaba que era amiga tuya.
—¿Mía? Yo no tengo amigas que se llamen Violeta…
— Oye… ¿no sería la chica que nos invitó a esa casa del lago en Lornaccia, en la región de los vientos… que tampoco encontramos?
— No…esa era Amapola, más conocida como Lady Palmer. ¿O era Margarita?
— Va de flores, entonces…
—¿Entonces?…
—Cuando mañana la llames para disculparnos por no haber llegado a tiempo a su cena le preguntas de quién se cree amiga.
—¿Estás loco? ¿Cómo voy a preguntarle algo así?
Hubo un silencio entre nosotros. Mi esposa contraatacó con su ironía habitual.
—Ahora mismo estaremos pasando por Babel, por el Paraíso Perdido o ya en Tierra de Nadie.
Iba a preguntarle qué demonios era Lornaccia, que apareció, de la nada, en una vuelta de la eterna carretera, un hotel.
—Quedémonos allí, por favor —gritó, asustándome.
No hubo discusión.
Íbamos sin maleta, sin pertenencias. Nos bajamos de un salto a ese hotel de doble planta de carretera, que había conocido mejores tiempos. Otro cartel luminoso, de neón viejo, «Recepción», fue el del camino a seguir.
No había nadie. Nos sorprendió que en verano aún lucía un pequeño árbol de navidad de luces tintineantes. Llamamos al timbre.
Pero nadie acudió. Sin embargo había un libro en blanco abierto en una página, un bolígrafo que no escribía o de tinta invisible y un sobre con nuestros nombres, «Ernest y Sarah», y en su interior unas llaves.
Nos miramos boquiabiertos.
—¿Y si el lugar de la fiesta es este? —me preguntó. O todos los caminos van a Roma…
pero había un silencio sepulcral solo interrumpido por las voces de un televisor y estábamos demasiado agotados por preguntarnos por misterios trasnochados.
Nos metimos en la cafetería vacía. Un viejo reproductor VCR Sharp proyectaba una película con las playas de Malibú de fondo.
Aceptamos las llaves y nos dirigimos a nuestra habitación en la segunda planta. El colchón era de una extrema comodidad. Nos dormimos sin apenas desearnos las buenas noches y sin importarnos quien era Violeta o de dónde venía.
Fue una noche de sueños agitados de la que despertamos con hambre.
Nos dirigimos a la cafetería donde, curiosamente, reinaba cierta animación con varias parejas desayunando de un buffet cuantioso.
Ningún empleado nos preguntó por el número de habitación -en nuestro caso la 66- y saludamos, por educación a algunas parejas. El teléfono seguía sin cobertura.
—Aquí tendrán teléfono fijo para llamar a Violeta, quién sea y por si quiere que pasemos a saludarla.
—Lo curioso es que no recuerdo donde tengo el papelito con el teléfono -susurró Sarah.
—¿Y por qué no lo guardaste en el celular?
Se encogió de hombros y añadió: —preguntemos si hay algo por ver aquí, en la zona, antes de regresar a casa. Por lo menos para que el viaje haya servido de algo.
Una pareja en la mesa vecina nos contó que cerca del hotel había un cementerio muy antiguo que contaba con más de cinco siglos y que aparecía en todas las guías. Y que habían diversas tumbas de esclavistas que destacaban por la belleza de su arquitectura.
Siempre que escuchaba esa palabra, siendo yo arquitecto, se enderezaban mis sentidos como la cola de un gato frente a un buen plato de atún.
La recepción seguía vacía y no había ningún teléfono a la vista así que decidimos pagar, lo que fuera y a quien fuera, de regreso. Salimos del hotel y los vimos trasnochado: ahora parecía un edificio en quiebra, despintado, agrietado, abandonado… Pero…nos despreocupamos del asunto. Nos habían dado indicaciones para llegar hasta el cementerio y apenas unos minutos después estábamos rodeados de tumbas siniestras, de esculturas… a quienes habían arrebatado cabezas y manos como una colección monstruosa de Sleepy Hollows.
De noche nos habría producido horror, pero con el primer sol caliente de las diez de la mañana, nos pareció un bodegón representativo del fin de la civilización americana. Olía a pintura agria, a polvo, a lluvia.
-—Samuel Johnson, —leyó mi esposa— falleció en la paz de Dios en el año de 1725. Margaret Vidal, George Laramie, Alfred Stuart, Robert Fitzgerald. Sarah iba entonando como una letanía los nombres de los que allí dormían.
—¿Te das cuenta —advertí— de que todos murieron en el mismo año de 1725 y todos, aquí, en Virginia?
¿Qué pasó?
El camposanto parecía pequeño pero resultaba interminable con hileras de nichos rodeándonos como otro laberinto, como si se tratara de una ilusión óptica a la que nuestros ojos no daban crédito. Cambiamos de lugar y nos dirigimos buscando los panteones de mayor belleza. En uno de los monumentos aún intactos Sarah lanzó un grito. Observé su rostro y aquello que había despertado ese horror. En el panteón aparecían dos esculturas cuyo rostro, cuyos cuerpos, eran iguales a los nuestros. Los vándalos no habían alcanzado a subir a esa pirámide de poder elevada donde nuestros rostros, bellamente tallados por un hábil escultor funerario, estaban esculpidos en la base como los Presidentes de la Nación en el Monte Rushmore. Quise buscar el nombre de los finados, intentando adivinar si existían antepasados nuestros tan lejanos pero lo que leí, intentando ocultárselo a mi esposa, resultó un horror mayor. Allí estaba escrito:
1725
A Ernest Hamilton y a su estimada esposa Sarah Jay,
de sus hijos Thomas y Sarah,
en el crudo invierno de nuestras vidas,
muertos en la revuelta esclavista de Charlottesville
Quisimos huir de ese lugar que atentaba contra nuestra cordura cuando, entre otros rostros, descubrimos a algunas de las parejas que nos habían acompañado en el desayuno. Buscamos la salida sin hallarla. Nuevamente perdidos. De repente, el cielo se oscureció. Sentí como un ligero desvanecimiento al que no fue ajeno mi esposa. Nos cogimos de la mano para no caer. El vello de mi cuerpo se erizó y escuchamos rugir a un viento antiguo y pesado, agrio. Puse mi mano en el bolsillo buscando un pañuelo y encontré unas monedas de oro. Cuando levanté la mirada descubrí que Sarah estaba cambiada. Llevaba un vestido de organdí de falda amplia, un corpiño apretado y tirabuzones en el cabello de película antigua. Ella me miraba consternada sin adivinar la razón del por qué. Cuando al fin dimos con el pasillo central por el que habíamos accedido al camposanto oíamos gritar a una turba.
—¡A por ellos! Llevaban antorchas y palos, estacas, sogas, horcas y otros aperos de la labranza que esgrimían con furia en rostros oscuros cegados por la rabia. Todos eran negros pobres, harapientos, adultos, ancianos, mujeres y algunos jóvenes de espaldas anchas —al girarse uno de ellos con un gesto de triunfo la vimos cruzada por la fuerza del látigo-, y a otros que habían arrancado parte de sus grilletes que aún mantenían en una de sus piernas. Una mujer obesa gritó de repente:
—¡Violeta, ven a verlos. Son ellos, los patrones!
Nos detuvimos pensando que todo era una pesadilla y que seguíamos durmiendo en el cómodo colchón del hotel de medianoche. Que lo mejor era quedarse quieto para dejar correr ese mundo que no era el nuestro.
Al acercarse con una furia espectral les lancé, instintivamente, las monedas de oro de mi bolsillo. Pero eso no los detuvo. Vi cuando a mi estimada esposa la atravesaron los cuchillos afilados de una horquilla, ensartada como un espantajo, y como alguien de brazos musculosos me levantaba, y como otro me colocaba una soga alrededor del cuello y como mi cuerpo temblaba en el aire. Apenas entreví a lo lejos que los grandes panteones del camposanto habían desaparecido y que, en su lugar, se abrían infinitos campos de algodón de una blancura cegadora. Y donde estaba nuestro hotel vi unas caballerizas, sin techo, donde vivían, hacinados, los esclavos, codo a codo, pie con pie, aliento con aliento.
Pedí perdón, en mi interior, sin saber qué delito había cometido cuando el sueño de la razón me abandonó.
¡Estábamos perdidos!
Once de la noche y sin saber cómo llegar a la maldita fiesta de Violeta Jhons.
—Oye, déjalo. Volvamos a casa. Ya mañana les decimos que nos perdimos, a pesar de su mapa o gracias a su mapa —dijo mi esposa medio adormecida, tal vez acunada por la cantidad de curvas que atravesábamos en una noche cerrada.
—Si logro salir de este laberinto de carreteras estaré encantado…