FICHA DEL OBJETO
Los para-agua, tan útiles, tan necesarios en caso de lluvia, acostumbran a permanecer silenciosos, desde su rincón, sin juzgar ni ser juzgados. Pero cuando la tempestad se acerca ellos tienen que estar dispuestos a todo: a salvar vidas o a quitarlas. Porque el mundo tiene que seguir rodando y siempre habrá días buenos y malos como hay gente buena y mala. Y últimamente abunda la mala como las malas lluvias. Algo habrá que hacer…
RELATO
Partes y Poderes de un Paraguas
Llovía a cántaros a las 15.50.
El ciudadano L. saltaba de esquina a esquina, resguardándose bajo balcones y tribunas -esos mentones apretados con los que cuentan algunos edificios- para proteger el traje nuevo especial reunión 16.20 cuando vio un viejo paraguas abandonado.
¿Se trataba de una metáfora? Ese día iba a despedir a cuarenta empleados anunciando una fusión bancaria inminente en la que necesitaba desprenderse, como paraguas viejo, de los más ancianos y de los más débiles.
Aún a riesgo de tener que chapotear por entre el río que lo separaba L. se acercó con un par de saltos para agarrarlo.
Era un paraguas de tela negra con un bastón y un puño que en nada destacaban. Cuando lo abrió, con prisa y con un zam sonoro, se desplegaron las velas y la lluvia se detuvo de repente. Sonrió cuando apareció un sol furioso que secó su traje de 1500 dólares, al instante. Cruzó la avenida y cerró el paraguas que abandonó en una papelera: nadie debía ver a una persona de su posición con un quitaguas tan modesto. Tan súbitamente como se había ido y cuando no había andado ni dos metros una tormenta se abalanzó sobre él. Regresó a por el paraguas cuando un vehículo a toda prisa le sumergió bajo una gigantesca ola. Cuando lo abrió, furioso, resplandeció al instante el sol.
—Está loco ese tiempo —gritó amenazando a un enemigo invisible y a las nubes que se deshilachaban frente a él. Necesitaba otro nuevo traje. Al cerrarlo hundió el casquillo en el parterre público con saña como si quisiera atravesar la Tierra. Tuvo tiempo de observar como surgía un chorro de líquido oscuro que se convertía en fuente y en un géiser repentino, un dedo gigantesco que se enfrentaba al cielo y que, de repente, cambió de trayectoria para abalanzarse sobre él.
—¡Petróleo! —gritó, a oscuras. O había reventado una tubería o era el afortunado propietario de un nuevo pozo. Al extraer el paraguas descubrió una larga cuchilla. ¿Se trataría de uno de esos modelos para armar para espías sofisticados como en sus adoradas películas de James Bond? En todo caso iba a analizarlo después del despido o incluso -se rió- amenazarlos como el villano de una película china Serie B esgrimiendo el paraguas frente a los protestones.
Se tomó su tiempo para observarlo: las varillas o costillas eran de un acero inoxidable afilado —¿acero toledano de espadas matamoros?—. O de cristal. Las bisagras de vidrio esmerilado o de plástico adelantado a su tiempo. La tela impermeable estaba formada, vista con detenimiento, por cientos de orificios minúsculos como una epidermis humana. El puño de agarre era de cuero, de piel seca, agradable al tacto. Como si la mano reconociera a la «otra» mano del paraguas.
Y fue entonces cuando recordó una de las últimas lecciones, veinte años atrás, en sus estudios de Dirección y Administración de Empresas. El paraguas era, indiscutiblemente, un símbolo de poder: la tela cóncava representaba la comunicación y la accesibilidad, el bastón, la rectitud. Si iba a ser sincero consigo mismo ninguno de aquellos conceptos iban con él. Se había convertido, con solo cuarenta y cinco años, en el Director General de un Banco de Crédito que antes servía al campesinado y ahora a los magnates de la economía del acero, al sector inmobiliario y al hotelero. Aprovechando ese sol rotundo y que el traje parecía que había recuperado su lugar en el cuerpo, — aún manchado de oro líquido— consultó en su iphone la «teoría del poder». Aparecieron diáfanas esas palabras; cada una de ellas encajaba con una de las varillas.
Del epicentro del bastón hasta el extremo de las alas negras…
ORDEN
PODER
CONFIANZA
DERECHOS
VOTOS
RECURSOS
NECESIDADES
APOYO
—Una sarta de mentiras —gritó mientras avanzaba, con paso decidido, hacia el exclusivo Emporio Armani -”Only Men” cerca de la sede central del banco, a solo dos manzanas.
Cada cuadrante de la tela correspondía a:
ÉTICA
HONESTIDAD
OBLIGACIONES
REDUCCIÓN DE CUENTAS
TRANSPARENCIA
SOLUCIONES
LEYES
LIDERAZGO
Solo estuvo de acuerdo con la REDUCCIÓN y el LIDERAZGO. En este mundo o pisas o te pisan o matas o te matan. Se había hecho a sí mismo y siempre pensaba que el hombre de Vitruvio era él.
Compró unos mocasines, un traje, camisa, corbata y ropa interior de seda: el roce de las prendas le excitaba, le hacía hervir la sangre. Y el hombre que salió a la calle era ya otro.
Observó ese paraguas sin saber el por qué de ese encuentro. No creía en la fantasía ni en los poderes mágicos, pero sí en las excepciones, en las singularidades. Un puño caliente que parecía de piel animal, una contera que escondía un cuchillo, las varillas de cristal cortante, una tela formada por miríadas de miradas en un firmamento oscuro. Y en el bastón, en la parte superior, dibujadas por un ebanista experto, aparecía una multitud desnuda adorando a un supuesto Dios, un cruce de rayos devorados los unos por los otros, entremezclados en una espiral de horror.
Decidió, satisfecho, dejar su hallazgo en su coche así que tomó el ascensor para descender hasta el primer subterráneo a solo quince minutos de la reunión: se había filtrado parte de la información de una OPA y estaba convencido de que los allí presentes estarían tambaleándose como un flan de huevo, ya sin futuro, devorados por las astucia empresarial de un solo hombre.
De repente al acercarse a su coche el paraguas se abrió pillándole desprevenido… el taco de la varilla, esa minúscula gota de lluvia que pendía del paraguas le había rozado el pantalón —o eso creía él— pero en verdad le había dibujado un corte en la pierna que había empezado a sangrar.
—Maldita sea —gritó. Un ejecutivo ejecutor con un pantalón roto perdía su autoridad. Cogió el paraguas por su puño y lo estampó contra una de las columnas. Tintinearon sus varillas de cristal. Iba a arrojar el paraguas cuando se dio cuenta de que estaba sujeto a él, que encajaba su mano como en una buena transacción comercial. Para reírse o para enojarse. Quiso desprenderse de él y no pudo. Su pantalón empezaba a mancharse de rojo oscuro y le escocía la herida cuando metió su mano izquierda entre los extensores atrayéndolos hacia sí, obligándolos a cerrarse cuando los rayos —aún recordaba la lección sobre Partes y Poderes de una Paraguas— se cruzaron entre los dedos, de forma harto extraña hasta sentir un Zas y un grito al comprobar que sus falanges izquierdas habían sido limpiamente cercenadas, mientras el puño parecía empujarle hacia adentro acercando peligrosamente su mano derecha a las cuchillas, en la boca oscura del paraguas y sintiendo, entre los huesos, la órbita cortante de una máquina perfecta y antigua.
Atraído por una fuerza bárbara, atávica, en el sonido absorbente de un remolino, de las aspas aceradas de un avión supersónico, todo su cuerpo fue devorado y segmentado, sin un solo grito, en una miríada de partículas pequeñas que parecían sonreir en una forma convexa y singular.
El paraguas se desplomó en el suelo frente a un Maserati del Subdirector General, el segundo de a bordo, uña y carne del Ciudadano L, cuya aparición, en el parking, estaba prevista para las 17.30, aproximadamente.
Fuera, volvía a llover a cántaros.