FICHA DEL LUGAR
Una península, al sur. La vida no se detiene. Todos la empujan para que así sea. Ciudadanos, pueblerinos, advenedizos se levantan cada día y se acuestan cada noche para cumplir sus rutinas y sus sueños. Hasta que de repente, algo ocurre, y todo se detiene. El «Made in Spain» vuelve a ponerse de moda por unas horas. La gente se sienta en las calles y adivina las formas de las nubes porque los celulares les dejaron en la estacada y necesitan aprender a vivir de nuevo, cada uno desde su propio apocalipsis.
RELATO
Ibérica
Se fue.
Internet.
Las llamadas telefónicas.
Los trenes no zarparon de Sants.
Estalló una tubería y se inundaron los andenes. Luego, por solidaridad o pretensiones varias, otras hicieron lo mismo. Quedaron vacías las estaciones.
Nadie pudo disparar una selfie en su reflejo invertido en el agua porque todos estaban en la calle esperando que todo volviera a andar.
La gente se reunió en las plazas ojeando móviles que no andaban.
Un estado de ingravidez solo cortado por las sirenas de ambulancias y unidades policiales que a saber qué perseguían.
—Se persiguen a sí mismos— dijo un irónico sin que nadie le prestara atención.
Les faltaban baterías de 1’5 v. para sus radios analógicas que muchos habían tirado por in(útiles).
Todos querían saber si se trataba de un ciberataque o de una invasión marciana: pero ya nadie recordaba «La Guerra de los Mundos».
Todos creían que por la noche estarían en sus sofás frente a su serie de televisión preferida. Y así fue… pero se sentaron frente a su reflejo oscuro y cóncavo en los viejos televisores con tripa.
La clase política —que perdió la clase hace tiempo— se enzarzó en discusiones vacuas de quién había sido la culpa. «Del Gobierno» gritaron. De los expresidentes, ahora magnates de las eléctricas. De la ambición humana. De los conectados 24 horas. Y así hasta mil opiniones y ninguna veraz. Alguien dijo que había sido culpa de la peluquería de su barrio: demasiadas cabezas y demasiados secadores.
Sí, el «su-ministro» eléctrico había caído. Se decía que era cosa de los super-ministros. En la universidad, sin clases, había un diccionario abierto en la S: provisión, distribución, entrega, surtido, dotación, aprovisiona-miento, abasteci-miento, avitualla-miento. Sí, muchas mentiras de muchos su-ministros mentirosos.
En las tiendas se acabaron, al anochecer, los surtidos de velas y palmatorias. Como cinco años antes, las mascarillas. Nadie quería tener vela en ese entierro. Ni en el otro. Así que encendieron las linternas de sus móviles que perdieron batería a marchas forzadas. Si aquello duraba ¿reaprenderían a mirarse y a olvidar el gesto del avestruz de rostro caído?, ¿resplandecerían en el fondo de las pupilas otras miradas?
Y se hizo el silencio, al caer la tarde, solo traspasado por los coches liberados de semáforos en un territorio comanche sometido a la ley del más fuerte en ciudades sin rótulos luminosos, ni neones y ya sin nombres.
Se acabaron también las garrafas 8 litros de agua porque, perdida la luz, quien sabía si no se iba a perder el agua y luego la cordura. Y el papel higiénico, porque sin agua…
La península se convirtió en una ínsula en Europa: la risa de Europa y América, la única donde nada arrancaba. El Made in Spain original llevado a sus máximas consecuencias. Los ciudadanos del siglo XXI reconvertidos en íberos. Sin electricidad, sin corriente, ¿para cuándo el regreso a casas de adobe y paja?
Surgieron predicadores en los rincones —aprendices de político sin micrófono— anunciando la caída del sistema capitalista, para después amenazar con la llegada del apocalipsis. Se elevaron coros de tertulianos a los que nadie ni escuchaba ni veía entre latigazos de culpas y vanas esperanzas. Se replicaron quejas furibundas de «¿en una sociedad avanzada regresar a la edad de piedra?»
Pero fuera, en la calle, un violinista fue escuchado. Gente sin prisa y sin tiempo se sentó en el suelo donde dejaron sus monedas y sus tarjetas de crédito inservibles.
Los niños volvieron a la calle en plena algarabía-ia-ia-o y el afilador —en el silencio atronador— hizo un buen negocio. Una cantante de opereta que había alcanzado cierto éxito desde su balcón cinco años atrás quiso repetir su éxito entonando el vals del murciélago —alguien descubrió ahí ecos políticos—, cosechando una salva de aplausos cuando cantó «en noche lóbrega un galán incógnito las calles céntricas atravesó y bajo la clásica ventana gótica templó su cítara y así cantó».
Algunos paseantes quedaron atrapados en los ascensores haciendo amigos, hablando con vecinos a los que apenas conocían y que acababan resultando más agradables de lo que pensaban. Otros, en los cines, en sesión matinal, esperando que la proyección se reanudara acabaron haciendo el amor entre butacas en una oscuridad levemente manchada por las luces de emergencia. Algunos viajeros quedaron varados en los trenes a medio camino en un paisaje casi lunar, sin teléfonos, ni agendas electrónicas, ni tabletas. El maquinista de un ave «BarcelonaMadrid» se paseó por los vagones para calmar a los usuarios y les contó cuentos de hadas —no los cuentos chinos a los que tanto gusto les tiene la Renfe— lo que hizo que muchos pensaran que había otros mundos sobrepasando al nuestro y que este resultaba bastante soez, por no llamarlo miserable.
En las calles grupos de vecinos y amigos ¡conversaban! Se reían a carcajadas. Los balcones se llenaron de gente al sol hojeando libros:
«Pasa página,
ríe o llora,
vuela, vuela
con las letras.
Es la comedia de la olla
o que viene una gran guerra.
Cien capítulos, poca broma
y un final que me supera».
Se había ido la luz pero había regresado la cordura. Se fue la prisa, el trasiego, el destino… pero había vuelto la palabra deletreada como una oración sin predicado. El reloj perdió las horas y el tiempo su empuje, encerrándose en sí mismo, en su misterio, como una greguería feliz.
Algunos guardaron sus apéndices-móviles en cajones olfateando la sopa de la abuela, que ya no recordaban, en una súbita sinestesia. Otros se abrazaron olvidando los emoticones y se fueron a la cama que «mañanaaaa, mañanaaa, el sol brillará mañanaaa».
Y el mundo perdido se iba fraguando en su inmensidad cuando, de repente, volvió internet, las llamadas telefónicas y los trenes que ya zarparon de Sants. Al violinista callejero no le dieron tempo de guardarse las tarjetas de crédito que le fueron reclamadas con insistencia. «Los niños no deben estar de noche en las calles» —les llamaron a sus teléfonos padres y madres—. La cantante de opereta fue desechada por el sonoro reggeton del bar de planta baja y en los ascensores vecinos estalló una discusión: «si hubieras bajado a pie no te habrías quedado encerrada que para algo les llaman ascensores y no descensores». Una pareja veinteañera fue descubierta por el acomodador en su séptima cópula de cine, ya coitus interruptus. El maquinista del Ave del Paraíso tuvo que interrumpir también sus cuentos porque tenía trabajo: devolverlos raudos a sus vidas.
Los libros se guardaron en los anaqueles y las palabras murieron aprisionadas.
«Hágase la luz» —habían dicho en un juego de palabras que pretendían gracioso—, pero había regresado la oscuridad.