FICHA DEL PERSONAJE
Mujer de 51 años, bastante espabilada y con tendencia a vestir de forma un tanto rebelde para los estándares de su edad. Muestra un rostro que oscila entre los cuarenta y muchos y los cincuenta y pocos, la cara de una mujer cuyos ojos han visto bastante y tienen arrugas para demostrarlo. Suele llevar el pelo suelto y ligeramente enredado en las puntas, los labios finos y cuarteados, y sombras de cicatrices que la cirugía no ha logrado enterrar del todo.
RELATO:
MARGOT, LA UFÓLOGA
El SAAB azul se detuvo frente a la entrada del parking de caravanas, pero no llegó a entrar. Una cálida bocanada de aire rancio, que olía a vejez y a secretos enterrados, levantó suciedad a ras de suelo y empujó la hojarasca del bosque contra los rincones. Margot, que iba al volante, se sentó más recta contra el descolorido asiento, pero no hizo nada para combatir aquella extraña sensación. Al fin y al cabo, el desasosiego era parte del botín que podía esperar de la experiencia de hablar con su hermano.
—¿Ves su caravana? —le dijo el hombre de la cámara NIKON que ocupaba el otro asiento. Ella repasó las jorobas de los vehículos y los remolques con la vista hasta que se detuvo en una.
—Allí está, es la que tiene el techo lleno de pegatinas de I want to believe. Roberto siempre será un iconoclasta, incluso para las cosas que le gustan.
Como no sabían si dentro del aparcamiento habría suficiente espacio para dar la vuelta, aparcaron por fuera y se acercaron caminando a la caravana del hermano de Margot. Algunas personas en ropa muy casual, casi se podría decir que ropa interior, los saludaron vagamente cuando los vieron pasar. Aquellos parkings que llevaban alquilando sus espacios desde hacía años a la misma gente, sin apenas variación, funcionaban como comunas donde todo el mundo se conocía. Si alguien nuevo llegaba de fuera, obviamente tenía que llamar la atención.
Todavía sujeta a la caravana en cuestión había una ranchera, que hacía una década mostraba un color rojo intenso pero a la que la intemperie fue degradando hasta una tonalidad sonrosada. Un hombre vestido con una camisa a cuadros texana cargaba bártulos en el maletero. Al ver que Margot y su acompañante se le acercaban, el ceño se le arrugó.
—Creo que te dejé bien claro por teléfono que no iba a tolerar más sermones ni leídas de cartilla, Margo —le dijo sin mirarla. El fardo que estaba encajando en plan juego del Tetris entre otros diez o doce tenía la forma típica de las tiendas de campaña plegadas.
—Lo sé. Y te dije que lo entendía, pero no que fuera a hacerte caso. Por eso he venido, porque sé que necesitas mi ayuda. —La airada expresión de la mujer fue sustituida por el brillo furtivo de sus pupilas. Sus cincuenta años (muy bien llevados, todo había que decirlo) la habían hecho ganar en sagacidad a la hora de percatarse de las cosas—. ¿Te vas de acampada?
—Me voy de acampada, capitana Obviedades, a perderme por esos montes de Dios. —Un rictus de avidez apareció en los labios del hombre, que era un año menor que ella pero parecía dos o tres más viejo—. A ver si de esa forma todos me dejan en paz. ¿A qué has venido?
—Te presento a Daniel. —Señaló con una inclinación de cabeza al chico de la cámara digital. Era tan joven como para ser su hijo, aunque su modo de sostener la cámara y usarla como si fuera una pistola (nunca apuntes con ella a donde no estés mirando) sugería que había visto mucho mundo. Y que había capturado cosas increíbles con aquella lente—. Es del periódico, trabaja conmigo. Insistió en venir en cuanto supo que iba a verte.
Roberto acabó de meter las cosas en el maletero y cerró con cuidado la puerta de atrás, para no golpear algo que sobresaliera.
—¿Qué quieres de mí, hermanita? No tengo más nada que decirte, salvo lo que ya te dije en el juicio. Gracias por prestarme tanto apoyo, por cierto.
—No vamos a empezar otra vez con esa discusión, porque sabemos que no lleva a ningún lugar bonito. Te ayudé todo lo que pude con mi declaración, pero tampoco iba a mentir. Acosaste a aquellas dos personas, no las dejaste en paz durante casi un año, joder. ¿Qué nombre crees que tiene eso?
—Se llama seguimiento táctico. Tú más que nadie debería saberlo.
—«Seguimiento táctico». Bonito eufemismo. —Lo miró como si entendiera su condición de náufrago que vagaba por un universo loco que algún dios bromista había creado para él. Era la forma como las personas sanas miraban a los esquizofrénicos—. ¿Crees que alguien te creyó cuando les explicaste tu teoría sobre los OVNIs?
—Recuerda que hoy en día los llamamos FANI, Fenómenos Anómalos No Identificados. —Destrabó el gancho que unía los dos vehículos y cerró con llave la caravana. Conectó la alarma, aunque dentro de aquel recinto no solía hacer falta—. Dadle gracias a la NASA por ese nombre tan chulo.
—Díselo a la chica que te denunció por acoso. Ella sí que creyó que eras un objeto zigzagueante no identificado.
Roberto miró a su hermana con cansancio. Era más bien un hartazgo general hacia los envilecidos tiempos que le había tocado vivir, y ella supo que había estropeado su oportunidad para arreglar las cosas y caerle bien de nuevo. ¿Por qué no contuvo su maldita lengua viperina? Siempre acababa fastidiándolo todo por culpa de su carácter.
—¿Qué coño quieres, Margo?
—Quiero pedirte, en nombre del grupo, que vuelvas a la central. Llevas demasiado tiempo solo y te has cabreado con demasiada gente. En tus ideas ya no hay espacio para más opiniones que no sean las tuyas… y eso es peligroso. Lleva al fanatismo.
—No. Lleva a la cautela. Últimamente he tenido que protegerme de demasiada gente. Por favor, apartaos, tengo que salir. —Arrancó el contacto.
Tras unos segundos de duelo ocular, fue ella la que claudicó y se echó a un lado. Daniel también. Vieron alejarse el coche y salir por la puerta del recinto. Sus ruedas, al derrapar en el barro, lanzaron gotitas sucias contra el parachoques del SAAB.
—¿A qué grupo te referías? —preguntó Daniel.
—Te lo explicaré por el camino. Vamos a seguirlo, a ver a dónde va. No me fio un pelo.
—¿Aunque sea tu hermano?
—Menos aún porque es mi hermano.
El SAAB cogió por el camino forestal que llevaba a las cumbres, siguiendo a prudente distancia a la ranchera. Aquellas montañas eran hermosas, con densidades de castaños y abedules que cubrían con una suave pelusilla verde las laderas. Pelusilla que adquiría una tonalidad rojiza cuando el otoño variaba el gradiente de colores del bosque, pero todavía no habían llegado a eso. La oscuridad que olía a resina se tragaba las sombras y el resto de los colores, creando espacios escondidos y misteriosos donde podría suceder cualquier cosa. Incluso lo increíble.
Margot sabía que la gente de su ramo, los ufólogos científicos, sabían mucho de eso. Podían escribir tesis enteras sobre el impacto de lo increíble en la cultura popular… aunque a nivel oficial a nadie le interesara.
—Entonces, eso del grupo… —sugirió Daniel como inicio de conversación.
—El acrónimo es ASUFNOR, Asociación Ufológica del Norte. Lo integramos actualmente veinte personas, la mayoría con educación superior. Nos chiflan las historias de avistamientos —sonrió.
—¿Tu hermano pertenecía al colectivo?
—De hecho, fue uno de los fundadores. Entró un año antes que yo. Pero después del caso de persecución y acoso, y de la denuncia que le pusieron… mucha gente le dio la espalda. Incluso llegaron a votar en asamblea si retirarle sus privilegios y pedirle que renunciara a la presidencia.
—¿Por qué?
Margot hizo una profunda inspiración.
—Porque este tipo de asuntos legales turbios arrojan mala prensa sobre asociaciones como la nuestra. Y ya sufrimos suficiente desprecio por parte del público como para encima saturar. Además… —murmuró—, no todo el mundo comparte el punto de vista de Roberto. Sus teorías sobre el seguimiento humano.
—Fue por eso que aquellas personas lo denunciaron, porque no paraba de seguirlos a todas partes.
—No entendieron que mi hermano no es ningún acosador, ni ningún ladrón o maníaco sexual. Simplemente —salió por una carretera de tierra que se desviaba a la izquierda, igual que acababa de hacer la ranchera—, es un científico con una teoría nueva que es inusual incluso dentro del mundo ufológico.
El chico la miró con interés. Esto había logrado despertar su curiosidad.
—¿Cuál es? Porque mira que hoy en día cuesta encontrar cosas originales.
—Iré más despacio, no quiero que nos vea por el retrovisor. —El temblor de los neumáticos sobre la grava se trasladó a todo el coche. Los dos sintieron que sus traseros vibraban sobre las fundas de los asientos. La matrícula de la ranchera desapareció tras una muralla de abedules—. Después de años de seguir los métodos tradicionales de los avistadores de OVNIs, a Roberto se le ocurrió una idea muy original: en lugar de estudiar los fenómenos celestes, estudiaría a las personas que habían sufrido, supuestamente, casos de encuentros cercanos, abducciones, etc. Es decir, pasó de estudiar las causas a analizar concienzudamente a los contactados.
—¿Por qué?
—Porque está convencido de que, desde los años cuarenta hasta ahora, los seres humanos que han padecido este tipo de experiencias, algunas más benévolas que otras, no fueron elegidos al azar. —Margot afiló los ojos—. No eran testigos accidentales que simplemente pasaban por allí cuando aparecieron estos fenómenos. Roberto cree que fueron elegidos a propósito, siguiendo un patrón.
—Y supongo que sus investigaciones se dirigían a elucidar cuál es ese patrón…
La mujer asintió. Frenó cuando, al doblar el siguiente recodo, vio que la ranchera se había detenido en un espacio despejado donde también había otros vehículos. Parecía un estacionamiento típico de zona de acampada, o de zona de esparcimiento con asaderos. Roberto aparcó en un sitio bastante estrecho pero pudo salir a duras penas por el lado del conductor. Luego echó a caminar bosque adentro. Margot suspiró de alivio: no los había visto.
—O sea, que cambió el objeto de estudio de la ufología —sonrió Daniel—. Pasó a estudiar de cerca a los afectados por estos fenómenos. Creo el… eh… ¿abductologismo?
—Él lo llama pentagramación, por eso de que los sucesos cercanos del quinto tipo son los que incluyen abducción. Pero sí, básicamente es eso. Roberto cree que si logra dar con las claves de lo que convierte a unos testigos de avistamientos en los sujetos ideales para sufrir esas experiencias, podría, llegado el caso, prever cuál será la siguiente persona del mundo que será contactada, y cuándo.
Daniel arqueó las cejas.
—¡Vaya! Eso es como el santo grial de la ufología, ¿no? Poder predecir cuándo se va a producir un avistamiento…
—Sí. Es el único ufólogo del mundo cuyos ojos están clavados en la tierra y no en el cielo. —Aparcó lejos del otro coche, junto a unos contenedores grandes de basura metálicos, y ambos se bajaron. Daniel llevaba su omnipresente cámara colgada del cuello. Margot siempre le decía que se parecía a Jimmy Olsen, pero él no tenía ni idea de quién era ese personaje—. El problema es que la gente que nota que está siendo seguida o espiada por alguien, se incomoda. Y cuando ese seguimiento se vuelve obsesivo hasta el punto de colocar cámaras dirigidas a las ventanas de sus viviendas y a infiltrarse bajo cuentas falsas en sus redes sociales, pues claro, la gente hace lo lógico.
—Llamar a la policía.
—Roberto es terco, pero creo que esta vez ha aprendido la lección —suspiró—. El grupo le ha ofrecido volver. Ya es más de lo que hacen con la mayoría de los que se van. Oh, joder, no me lo puedo creer. —La mujer se detuvo en seco, mirando algo en la distancia. El fotógrafo intentó enterarse de lo que era, si se trataba de algo anormal o qué. Pero solo vio familias típicas de camping, asando carne y salchichas.
—¿Qué es, qué pasa? ¿Nos ha descubierto?
Margot se arrastró los dedos por la cara en un gesto de agotamiento. Sintió que el último ohmio y el último ergio abandonaban la corroída batería donde almacenaba la tolerancia hacia su hermano.
—Mierda. Ya sé por qué ha venido aquí. No me puedo creer, ¡joder! Pero cómo puede ser tan estúpido… —Señaló a una de las chicas de treinta años que se divertía con sus amigos—. Esa es Débora, la que le puso la denuncia y logró la orden de alejamiento. Ha venido a molestarla de nuevo.
Era casi cómico ver a Roberto corretear de árbol en árbol, alrededor de la zona de campistas, intentando pasar desapercibido como un niño jugando al escondite. Orbitaba alrededor del grupo en el que estaba Débora. Se quedaba mirándolos largo rato sin hacer nada para luego tomar notas en la agenda de su móvil. Su hermana dedujo que Roberto tenía que estar convencido de que justo este día iba a pasar algo gordo; no sabía qué, pero algo con mucha relevancia, pues de no ser así no llevaría encima su equipo completo de avistador: agenda, prismáticos, cámara digital aparte de la del móvil, osciloscopio de bolsillo. Siempre llevaba un osciloscopio encima, pero que nadie se atreviera a preguntarle por qué o solo recibiría respuestas vagas. La verdad era que poseer aquel aparatejo le hacía sentirse inquietantemente profesional, cosa que se amortiguaría con el tiempo, o eso esperaba.
Incluso desde tanta distancia, Margot detectó una expresión extraña en la cara de su hermano. Había algo en sus ojos de Roberto. No exactamente en el brillo, sino detrás del brillo.
Como se temía, el momento trágico llegó, en esta ocasión más temprano que tarde: la joven, en mitad de una carcajada, se volvió y su mirada se cruzó sin querer con la del tipo que la espiaba desde detrás de un árbol. Su rostro se demudó; cualquier asomo de diversión se esfumó y fue sustituido por la cólera.
—¿¡Otra vez usted!? ¿Es que no aprende? —gritó, poniendo en alerta a su grupo y a los que estaban en las demás mesas—. ¡Voy a llamar a la policía, pervertido!
Roberto trató de disimular, pero era tarde. La mujer se dirigió, airada, hacia lo alto de la colina, donde cogería unas rayitas de cobertura para poder telefonear. Alguno que otro de sus compañeros hizo el ademán de acompañarla, pero se negó. Debía solucionar este dichoso problema sola.
Margot se hallaba en una encrucijada: ¿debía involucrarse e intentar salvar a su hermano antes de que hiciera una tontería, o mejor ponía pies en polvorosa y salía pitando ahora que estaba a tiempo? Difícil decisión, aunque al final le pudo la sangre y, con un seco y pectoral «mierda», salió corriendo en pos de Roberto. Jimmy Olsen, quiero decir, Daniel el fotógrafo, la siguió a corta distancia.
Roberto no se quedó en el mismo sitio. Al ver que Débora trepaba a grandes zancadas por la ladera, salió corriendo y subió pero dando un amplio rodeo. Si en algún momento se percató de que había otras dos personas persiguiéndole, no dio muestras de ello. Simplemente corrió hasta llegar a un bosquecillo de abedules y desapareció entre los troncos, ocultándose. Su hermana resucitó de su vocabulario las únicas expresiones insultantes en etrusco que se conocía.
—¡Roberto, para, espérame!
Si la oyó, no le hizo el menor caso. Cuando Margot y Daniel alcanzaron el bosquecillo, tanto el ufólogo como Débora se habían perdido ya entre los troncos. Nadie podía verlos ahora.
—¡Rober! —gritó—. ¡Deja de hacer tonterías! ¿Dónde estás?
El bosque solo le devolvió silencio. Era sorprendente que las palabras que le salían de la boca no humeasen en la bruma que permeaba los abedules.
Jadeante, Daniel apoyó las manos en sus muslos y se detuvo a descansar. Lo suyo no era correr, y menos llenándose los pulmones con aquel aire helado tan propio de la montaña.
—Arf… Ya no estoy para estos trotes.
—Pero si tienes la mitad de edad que yo, no digas tonterías.
—Soy de la generación del selfie. Nunca hacemos ejercicio a menos que podamos evitarlo o que una cámara nos enfoque.
—Momento que no se graba es momento que nunca ha existido, ¿eh?
—Algo así… —El joven miró en derredor, atento. Era como si algo muy sutil hubiese cambiado en el paisaje—. Espera… ¿no lo notas?
Ella quiso contestarle cualquier trivialidad, pero enmudeció. Ahora que lo decía, sí que había algo raro en el ambiente. Qué era, no podía precisarlo. En teoría todo estaba igual que hacía un minuto —misma temperatura, misma luz, sombras, viento, gravedad, sonidos—, pero a la vez era distinto. Probablemente era un conjunto de detalles tan sutiles que solo podían percibirse como una intuición, una especie de mal fario.
Había una teoría, claro. Los ufólogos siempre tenían una a mano sacada de su complejo manual sobre situaciones raras, pero le daba miedo decirla en voz alta.
—Hostias, podría ser lo que Roberto llamó los volúmenes de Luukanen-Kilde… —susurró.
—¿De qué hablas?
—Es otra de sus teorías —explicó Margot mientras se internaba en la foresta—. Según él, el motivo por el que hemos dejado de ver luces brillantes en el cielo o posadas en tierra es porque la tecnología de los visitantes ha aprendido a escudarse a sí misma. Si aquí en la Tierra ya lo hacemos con nuestros aviones espía militares, ¿por qué las naves de otros mundos no podrían hacerlo? Seguro que sus métodos de ocultación son mucho mejores que los nuestros.
—¿Pero qué es eso del volumen de nosequé…?
—Vendría a ser un campo de ocultación basado en imágenes ilusorias. Una especie de holograma que se superpone al paisaje y tapa lo que hay debajo. Ellos le sacan una «foto» en 3D al paisaje en el que quieren posarse, la proyectan a su alrededor como un campo ilusorio y esconden su nave dentro, como un topo en su madriguera. Por eso todas las fotos que se han hecho sobre OVNIs voladores están borrosas, porque lo que están fotografiando, en realidad, es un volumen de Luukanen-Kilde en movimiento.
Daniel la miró con desconcierto.
—Uauh, nunca se me habría ocurrido algo así. ¿Roberto cree que es cierto?
—Escribió un libro al respecto, pero no quisieron publicárselo. Falta de pruebas empíricas, le dijeron. Claro, señora, si tuviera las malditas pruebas no estaría aquí, en su apestosa editorial, sino a bordo de una nave nodriza volando por las galaxias… ¿Hola???
Entonces lo vieron: el hombre estaba a unos veinte pasos de su posición, en medio de un pequeño claro circular. Tenía una mano alzada y como apoyada en algo sólido, pero ese objeto no se veía; allí solo había aire. Sin embargo, el centro de gravedad de su cuerpo estaba desplazado como si realmente se estuviese apoyando en algo invisible. Roberto miraba con sorpresa infinita la pantallita de su osciloscopio, que emitía destellos verdes en rápida sucesión. No había rastro de la otra mujer, Débora.
—¿Rober? —llamó su hermana, tímidamente. Él se volvió sobre sus talones.
Daniel sacó un par de fotos solo porque el momento le parecía suficientemente estrafalario. Fue el segundo en sorprenderse, después de su jefa, por la cara de felicidad genuina que tenía el ufólogo, como si al fin, después de muchos años de infructuoso esfuerzo, hubiese dado con aquello que buscaba. Daniel se preguntó qué implicaría, realmente, ser una persona como Roberto: lo que le costaría tener esa personalidad llena de dudas y parapetarse detrás de aquel rostro sudoroso minuto tras minuto, día tras día…
Para sorpresa de ambos, después de dedicarles aquella expresión beatífica, Roberto se dio la vuelta, dio unos pasos hacia delante y se volatilizó. No se escondió detrás de unos troncos, no se agachó en los helechos, no se mimetizó con el ambiente. Simplemente, desapareció de la vista. Un segundo estaba allí, y al siguiente no.
Los dos se quedaron con tal cara de pasmo que parecían ser dos monigotes de madera, tipo Pinocho. Margot apenas podía respirar, y calló quizá cuando más urgente era que dijese algo para intentar aclarar las cosas. Pero no sabía qué decir, ni qué hacer. Era un rollo tipo… vamos a admitir que hemos visto algo que es aún más raro que nosotros, y que todo lo que recordamos haber visto en nuestras vidas. ¿Es eso lo que queréis que os diga? ¿Os permitiría situarlo en una categoría definida?
Lo que Margot sí que hizo fue murmurar un nombre:
—…Roberto…
Y dar unos pasos hacia el punto donde hasta hacía unos segundos estuvo su hermano. Daniel la siguió, su cámara ávida de emociones, la lente sudando angustia.
—¿¡Qué cojones acaba de pasar!?
Margot ni se molestó en responder. Se echó a reír durante dos segundos exactos. Una risita defensiva.
Llegó al claro donde las huellas de los zapatos de Roberto avanzaban, retrocedían y daban vueltas en círculo, como si no supieran a dónde dirigirse. Pero desaparecían en un punto concreto, una última impresión del peso de Roberto en la tierra que condujo a… la nada. Margot tuvo un presentimiento: alzó los brazos y los estiró hacia delante como una sonámbula, palpando el aire. Un ciego habría hecho lo mismo que ella, intentando guiarse por el tacto en un entorno donde, cerca, a distancia de contacto, solo había aire.
Por eso se llevó un susto de muerte cuando, efectivamente, tocó algo.
Algo en el aire.
Algo que no debería estar allí.
Era un volumen sólido, intraspasable por su carne. Y frío: parecía metálico al tacto, liso y ligeramente electrificado, aunque no tanto como para resultar molesto. Era como tocar una lámina de acero cubierta por un aura muy leve de electricidad estática. Lo golpeó a la misma altura que su cabeza, medio metro a su izquierda. Cuando sus manos fueron tocándolo para intentar buscarle un borde, intuir un tamaño, se dio cuenta de que era como palpar la pared de un edificio más alto que ella al que no pudiera ver porque tenía una venda en los ojos. Pero el edificio existía, no cabía duda. Y en algún punto debía haber una puerta para entrar, porque acababa de tragarse a su hermano… y probablemente también a Débora.
Tragó saliva, paroxísticamente. Era como si intentara tragar alfileres.
—Me cago en la puta… —le dijo a Daniel, y retrocedió unos pasos.
—¿Qué pasa, jefa? ¿Qué ha visto?
—Sssshhhh… Para un momento. Calladito. Espera.
El chico no entendía nada. El ojo de la NIKON echaba fuego y deseaba presas, cabezas cortadas, pero allí no había nada digno de ser capturado. Solo un bosque normal y corriente. Pero él también notaba la presencia de algo invisible. Vaya que sí. Y eso le asustaba.
Margot guiñó un ojo en plan tic incontrolado. Era uno de esos días en los que no sabría qué hacer con ese guiño. Estaba claro que era un momento definitivo en su vida, uno de esos en los que, en plan ultimátum, el destino le ponía una decisión justo en frente de su nariz y ella se veía obligada a hacer algo. Avanza o retrocede. Arriésgate o escóndete, pero no hay tiempo para pensar.
Un latido y
(no hay tiempo para pensar)
antes del siguiente
(porque no tienes tiempo físico)
tomarás una decisión
(para pensar)
¡Actúa! ¡Da el paso o huye! ¡Arriésgate o corre!
Margot soltó un desesperanzado jadeo. Su pierna se levantó un milímetro. Pero tendía dudas, tantas dudas… No sabía qué hacer.
Aquello era lo que había estado esperando toda su vida, la posibilidad de un contacto real. Pero ¿con quién? ¿Cómo sabía que realmente aquellas entidades eran benévolas, y que la respetarían en lugar de cortarla en pedacitos para muestreos de laboratorio igual que en las series de televisión? ¿Cómo sabía ella que, si iba a buscar a su hermano, luego los dejarían volver sanos y salvos?
Si hubiese ocurrido esto en otro momento distinto de su vida, pensó lamentándose… Hacía veinte o treinta años, cuando ella era joven y alocada. Cuando no tenía responsabilidades ni personas a su cargo. Cuando habría dado lo que fuera por vivir una experiencia del tercer tipo, o del cuarto, o del quinto…
Pero ahora ya era demasiado tarde. Los sueños de juventud seguían allí, grabados en los surcos del vinilo de su mente, pero ya no tenían apenas fuerza, se habían desgastado con los años. Ahora estaba su hija, que iba a estudiar una segunda carrera, y sus padres, que ya estaban muy mayores y necesitaban a alguien cerca que los cuidara porque no había dinero para atención especializada. Y la hipoteca, y el coche, y la casa, y el perro, y su vida, y, y, y…
Era aquel instante, ni el anterior ni el siguiente. Notó cómo aquella cosa empezaba a alejarse, a retroceder quizá para marcharse para siempre. Su hermano había entrado en ella, ¿cómo dejarlo marchar? ¿Perdería para siempre a Roberto dentro de aquel misterio?
(un último latido indeciso y)
El momento pasó. Se agotó a sí mismo. La oportunidad de hacer realidad el sueño de su vida, saber si los extraterrestres o lo que coño fueran eran reales o no, pasó y la dejó a ella atrás. Daniel tuvo que agarrarla para que no se cayera cuando las piernas le fallaron. Estuvo a punto de desmayarse, pero aguantó. Sintió más que vio que el bosque a su alrededor volvía a cambiar, siendo sustituido por una copia perfecta de sí mismo. Era como una marea en retirada, una ilusión que se extinguió dejando en su lugar al mundo real que tan perfectamente había imitado. Pero con ella se fue también aquella cosa, ese objeto que tocó y que estaba oculto detrás de la ilusión.
Cuando volvió a palpar el viento, el objeto ya no estaba allí.
Había perdido a su hermano, tal vez para siempre. Una abducción de manual.
Daniel y ella volvieron a la zona de los fogones caminando casi a trompicones, apoyándose el uno en el otro. Estaban mareados y les dolía la cabeza, pero aparte de eso, estaban bien. O eso parecía a simple vista. Margot señaló a otra persona que también salió del bosquecillo y bajó la colina: Débora. Iba como borracha, mareada. Pero seguía estando allí.
—Estoy segura de que esa mujer está predestinada a tener otro encuentro como este —decidió Margot, mirándola con determinación—. Ella será la que me lleve hasta Roberto.
—Pero ¿cómo lo haremos para saber cuándo será el momento y estar preparados? —preguntó Daniel.
Observaron desde lejos a la tambaleante Débora, que llegaba hasta su grupo de amigos con cara de aturdida desorientación. Le preguntaron qué le había pasado, pero ella solo fue capaz de negar con la cabeza como si no supiera ni siquiera quién era aquella gente.
Margot dijo, convencida:
—Siguiéndola de cerca.